7 de marzo de 2022 – Lunes de la 1ª semana de Cuaresma

Lev 19:1-2. 11-18; Mt 25:31-46

Homilía

          "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto", dirá un día Jesús en el Evangelio.  Esta llamada a la perfección ya estaba contenida en las primeras páginas del Antiguo Testamento, y acabamos de escucharla en la primera lectura de esta Eucaristía, del Levítico: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo".

          Lo que llama la atención es lo que podríamos llamar la dimensión social de esta santidad.  La lista de prohibiciones que hace explícita esta llamada a la santidad, consiste en primer lugar en esto:  "No robarás... no engañarás a tu prójimo... No explotarás a tu prójimo... No cometerás injusticia... No odiarás a tu hermano en tu corazón..." (¡y así sucesivamente!).  Sería facil molestarse por esta larga lista negativa si no estuviera resumida por un mandamiento positivo: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".  

          Dios es amor, y su amor es universal.  Quiere que tengamos el mismo amor por cada uno de sus hijos que él tiene por ellos.  Y, sobre todo, el amor consiste en no hacer ningún daño a la persona que amas. 

          Estas recomendaciones se encuentran al principio del Antiguo Testamento.  Ahora encontramos una enseñanza idéntica en boca de Jesús poco antes de su muerte, en un discurso en el que quiere resumir su enseñanza.  El contexto esta vez es el del juicio final. 

          Jesús está a punto de morir y, por tanto, de dejar a sus apóstoles.  Habla del juicio que pronunciará cuando regrese en su gloria el último día, diciendo a unos: "Venid, benditos de mi padre... porque tuve hambre y me disteis de comer" y a otros: "Alejaos de mí... porque tuve hambre y no me disteis de comer".

          Jesús había prometido a sus discípulos que estaría con ellos hasta el final de los tiempos.  Ahora bien, el mensaje central de este texto evangélico -más allá de lo que se refiere al juicio final- es la revelación de su modo de presencia entre nosotros durante todo el tiempo de la Iglesia, desde Pentecostés hasta la Parusía.  Está presente de forma real y tangible -sacramental- en aquellos con los que ha elegido identificarse: los "pequeños", los pobres, los que sufren, los abandonados, los perseguidos. En primer lugar, está presente en cada persona con la que convivimos.

          Si queremos saber hasta qué punto somos fieles a la llamada a ser santos como Dios es santo, a ser perfectos como él es perfecto, debemos preguntarnos cómo lo respetamos, amamos y tratamos en sus hijos e hijas privilegiados, los "pequeños" y los "pobres".

Armand Veilleux