30 de marzo de 2022 - Miércoles de la 4ª semana de Cuaresma

Is 49:8-15; Juan 5:17-30 

Homilía

            "Mi Padre siempre está trabajando, y yo también estoy trabajando." No es sin importancia notar que esta frase de Jesús viene al principio de un discurso en el que habla de su amor al Padre y de su unión con él, y del amor y la unión a los que también nosotros estamos invitados, si sabemos salir de nosotros mismos.

            Ayer, en la visión de Ezequiel que tuvimos como primera lectura, vimos a Ezequiel cada vez más envuelto por las aguas de la vida (primero hasta los tobillos, luego hasta las rodillas, luego hasta el cinturón...) Alejándose cada vez más de sí mismo, olvidándose de dejarse invadir por estas aguas, volvió a la orilla donde estaba al principio para descubrir los árboles y los frutos que siempre habían estado allí y que no había visto antes.

            En la primera lectura de hoy, tomada de Isaías, Dios se presenta como la más tierna de las madres, que abre sus brazos y salta de alegría cuando sus hijos e hijas regresan del exilio.

            El Evangelio nos lleva a un nivel aún más profundo.   Jesús nos invita a ser uno con nuestro Padre celestial, como él es uno con su Padre.  Nos invita a ser no sólo objetos de su misericordia, sino a participar en su misericordia para todos los demás, así como para nosotros mismos, no sólo a hacer su voluntad, sino a ser una sola mente, una sola voluntad, un solo amor con él: la forma más radical de obediencia.

            Esta transformación radical de nuestros corazones, que sigue siendo la meta de nuestra vida cristiana y monastica, se nos ofrecerá como una gracia especial de nuestra celebración del Misterio Pascual.  Es también una gracia que se nos ofrece en cada celebración eucarística.

            Abramos nuestros corazones a esta gracia.

Armand Veilleux