2º Domingo de Pascua (C )

(24 de abril de 2022)

Hch 5, 12-16 /

Ap 1, 9-11 a. 12-13. 17-19 /

Jn 20, 19-31

Antes de convertirse en una religión organizada, con sus ritos de celebración, con sus reglas y estructuras administrativas, la Iglesia fundada por Cristo ha sido en primer lugar lo que es en su esencia más profunda, un vasto movimiento de fe. Las narraciones llenas de frescor que los primeros cristianos nos han dejado de su experiencia de los primeros tiempos son los textos fundacionales de ese movimiento espiritual. Cada uno de los autores del Nuevo Testamento nos relata esta experiencia con su propia sensibilidad y a partir de lo que ha vivido personalmente. En el Evangelio que hoy hemos escuchado Juan, el discípulo tan amado, nos narra el encuentro de Jesús con sus discípulos en el atardecer del primer día de la primera semana de la nueva creación y en el atardecer del día octavo. Más tarde, pasados ya no pocos años, Juan, desterrado en Patmos por el hecho de haber seguido a su maestro hasta el final, escribe a las siete Iglesias de Asia Menor en una época en que ese movimiento espiritual nacido en la mañana de Pascua, se ha convertido ya en una comunión entre numerosas Iglesias locales.

La primera lectura de hoy, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos describe todo el entusiasmo de los primeros días de este movimiento en Jerusalén entusiasmo tanto de los mismos Cristianos cuanto de quienes los están observando, de la misma manera que el mismo Jesús había suscitado un gran entusiasmo entre la muchedumbre en los primeros días de su predicación, entre aquella misma muchedumbre que le había de abandonar rápidamente y que pronto había de gritar “crucifícale” ante Pilato. 

La narración de hoy, al describirnos a la comunidad cristiana en los primeros momentos de su existencia, se halla llena de enseñanzas sobre lo que debe ser una verdadera comunidad. Tanto por parte de Jesús como por parte de sus discípulos encontramos en dicha narración un profundo respeto para el camino que los individuos han de seguir, dejando a cada uno la posibilidad de ir evolucionando a su propio ritmo y conforme a sus propias exigencias internas. 

Durante esos días que han seguido a la ejecución de Jesús, los discípulos tienen miedo, y motivos tienen para tener miedo, ya que quienes han condenado a muerte a Jesús podrían muy bien reservarles la misma suerte, si comprobaban que eran capaces de mantener viva la memoria de su maestro. No se ocultan mutuamente ese miedo; se hacen partícipes del el mismo. Pero uno de ellos, Tomás, es diferente. El día en que se había dirigido Jesús a Betania, para devolver a la vida a su amigo Lázaro, cuando los cabecillas del pueblo tramaban ya condenarlo a  muerte, había dicho Tomás a los demás: “Vamos nosotros también a morir con él”. Cuando nos dice Juan que el nombre de Tomás significa el “mellizo”, no quiere, qué duda cabe, darnos una lección de etimología – no es ésa la manera de conducirse de Juan. Lo que más bien quiere decirnos es algo sobre Tomás. Quiere más bien decirnos sin duda  en qué medida se asemeja a Jesús. Tomás es un hombre animoso – o acaso temerario, lo que a fin de cuentas no es tan diferente, ya que el valor encierra de ordinario un parte muy fuerte de temeridad. De todas formas, cuando los demás discípulos se han encerrado en casa de puro miedo, Tomás se ha ido a la ciudad. Durante su ausencia se llega Jesús. Cuando vuelve, Tomás se niega a aceptar la historia que le cuentan los demás discípulos. No es un crédulo; tiene sus exigencias. Va a creer tan sólo cuando pueda poner sus manos en las llagas de Jesús. A pesar de ello, no lo rechazan los demás discípulos. Tiene exigencias diferentes que ellos. Eso es todo. Y eso no parece constituir problema alguno para los demás. Y tampoco parece constituir problema alguno para Jesús, que , ocho días más tarde, le invita a que meta de hecho su mano en sus llagas. Y esta actitud de Jesús provocará en Tomás la bella confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” 

Los Hechos de los Apóstoles, de los que a lo largo de las próximas semanas habremos de leer numerosos capítulos, nos muestran una Iglesia primitiva cuyo rostro se esboza y transforma rápidamente a lo largo de la primera generación, en el respeto de las diferencias. Todos los creyentes se mantienen juntos, de un solo corazón, bajo la columnata de Salomón; pero comienzan ya a realizarse por manos de los Apóstoles no pocos signos en el pueblo. Pedro desempeña un papel que le es propio. Pronto se instituirán diáconos para el servicio de las mesas, pero ya casi de seguido se convertirán en predicadores de la Palabra. ¡Y tendremos a un Pablo, tan diferente y tan molesto para los demás! Pero, ¿qué hubiera sido de la Iglesia sin Pablo? 

El tiempo de Pascua es un momento privilegiado en el que la Iglesia toda, cada comunidad local, cada grupo dentro de la Iglesia, habrán de recobrar el frescor del movimiento cristiano de los comienzos, respetuoso para con los carismas de cada uno y de la gran diversidad de las gracias particulares. ¿No nos describe el Génesis a Dios jugando con la arcilla en la mañana de la Creación para modelar al primer ser humano? Y ¿cómo no recordar una vez más la tan bella imagen del Testamento de Christian de Chergé que nos habla de un Dios “cuya alegría secreta consistirá siempre en establecer la comunión y en restablecer la semejanza, jugando con las diferencias?”

Armand  VEILLEUX