14 de agosto de 2022 -- 20º domingo "C

Jer 38:4...10; Heb 12:1-4; Lucas 12:49-57

Homilía

          "He venido a traer fuego a la tierra...". Estarán de acuerdo conmigo en que no es un texto evangélico fácil. Es un fruto seco bastante duro; pero una vez que se rompe la cáscara se encuentra un núcleo muy sabroso.

          En la antigüedad, en todas las religiones primitivas, el fuego se consideraba sagrado. Para los pueblos primitivos, existía una brecha, una separación radical, entre lo que se consideraba el dominio de los dioses y el espacio habitado por los humanos; entre lo sagrado y lo profano.  El fuego, que es una cosa tan misteriosa, que calienta y alimenta la vida, pero que también puede destruir, era considerado divino. Por eso, en las mitologías antiguas, por ejemplo, en el mito griego de Prometeo, se llegó a un punto de inflexión en la historia de la humanidad cuando Prometeo, uno de los titanes, arrebató el secreto del fuego a los dioses y lo entregó a los humanos.

          Podemos tener esto en cuenta cuando leemos las palabras de Jesús: "He venido a traer fuego a la tierra...". En efecto, vino a eliminar la brecha entre Dios y el hombre.  Esta era ya la enseñanza del primer libro de la Biblia, el Libro del Génesis, y el relato de la creación que allí se encuentra.  En las tradiciones judía y cristiana, a diferencia de las religiones paganas, Dios ha confiado toda la creación a los seres humanos y los ha hecho sus custodios. Nada es sagrado por naturaleza.  Todo es profano. Toda la creación está a disposición del hombre. Pero todo puede convertirse en sagrado si se utiliza para dar gloria a Dios.

          Jesús vino precisamente para colmar la brecha entre Dios y los humanos; también vino para colmar la brecha entre los humanos.  En la antigua tradición de Israel, tal y como se encuentra en el Antiguo Testamento -como, de hecho, en las tradiciones de otros pueblos antiguos- los lazos familiares eran extremadamente importantes.  Una persona le debía todo a su familia, y estos lazos familiares se extendían a los círculos concéntricos de la familia extensa, el clan, la tribu, la nación. Fuera de estos círculos, sólo había enemigos.  En un contexto de guerras casi continuas, una persona debía amar a los suyos y odiar a todos los demás. Esta era una condición para la supervivencia.

Jesús también quiso colmar esta brecha. Había venido a traer la salvación a todos los hombres y mujeres. Amaba a todo el mundo y quería que todos extendieran su capacidad de amar más allá de los confines de sus familias y seres queridos. Para Jesús, los lazos familiares siguen siendo importantes; pero deben estar subordinados a algo aún más elevado: al amor de Dios y a su llamada al amor universal. Nada puede interponerse en el camino de tal compromiso. Si tu ojo es un obstáculo, arráncalo... Si tu mano es un obstáculo, córtala... El propio Jesús demostró en más de una ocasión que no quería ser prisionero de los lazos que le unían a los suyos.

          "Te doy la paz; te doy mi paz..." Esta paz traída por Jesús no es la mera ausencia de conflicto, ni mucho menos una forma romántica de tranquilidad.  Los conflictos son inevitables entre los humanos. Si siempre se evitan, la paz resultante no es la paz que Jesús vino a traer. Si se manejan bien, como hicieron Pedro y Pablo en el primer Concilio de Jerusalén, y como hicieron los primeros mártires cristianos a su manera, entonces la paz de Cristo se establece en nuestra tierra. Esto es cierto para la Iglesia, para una familia, para una comunidad. Hay agrupaciones humanas, comunidades, en las que todo el mundo está siempre sonriendo, en las que nunca hay ningún conflicto, porque siempre se evita cuidadosamente cualquier cuestión que pueda ser objeto de conflicto.  Se trata entonces de una situación similar a la de ciertos intercambios, a veces muy complejos, de nuestras autopistas: el peligro de accidente es limitado, pero no hay más encuentros. Todo el mundo va de frente, ignorando a los demás.

          Jesús vino a traer fuego a la tierra. Una comunidad cristiana, ya sea la Iglesia universal, una Iglesia diocesana, una comunidad monástica o una familia, es un lugar donde debe haber fuego, a veces incluso fuegos artificiales. Porque el fuego da vida y purifica.  Pidamos a Dios para cada uno de nosotros la gracia de ser fieles a nuestra llamada al Evangelio, fieles a nuestros principios, fieles al Reino de Dios, y capaces de subordinar todo lo demás a esta fidelidad.  Es en un compromiso tan radical y honesto donde se encuentra la fuente de toda paz definitiva.

         

Armand VEILLEUX