13 de septiembre de 2022 - Martes de la 24ª semana ordinaria

Durante el Capítulo General OCSO en Assisi

1 Cor 12:12-14; Lucas 7:11-17

Homilía

           Al comienzo de este relato evangélico, dos procesiones se encuentran a las puertas de la pequeña ciudad de Naim, cerca de Nazaret. Uno es el portador de la vida, el otro de la muerte. Jesús, proclamando la Palabra de Dios, se acerca a la ciudad, seguido por sus discípulos y una gran multitud.  Cuando llega cerca de las puertas de la ciudad, sale una viuda que va a enterrar a su único hijo, acompañada también por una gran multitud.

           Por un lado, está Jesús, sembrando la Palabra de Vida; por otro, una mujer que lleva a su hijo muerto y, por tanto, sin palabras. La mujer, desolada, sólo puede llorar.  Jesús no le hace ninguna pregunta. Sabe que este dolor no se puede expresar con palabras y que esta mujer sin hijo y sin marido no tiene ni identidad ni dignidad entre su pueblo. Se compadece de ella, aunque no le pide nada. Su dolor silencioso le penetra. Simplemente le dice: "No llores".

           Entonces Él tiene un gesto y una palabra. Toca la camilla: un gesto que rompe los tabúes, ya que, según la antigua ley, este gesto le hace impuro. Su palabra es una palabra de vida dirigida a alguien que ya no existe, porque está muerto. Y esta palabra, como la palabra inicial en la mañana de la creación, le devuelve a la vida: "Joven, te ordeno que te levantes".

           Cuando este joven vuelve a la vida, las dos procesiones que iban en direcciones opuestas se convierten en una sola multitud. Todos dan gracias a Dios con una sola voz, llenos de asombro. "Ha surgido entre nosotros un gran profeta. Dios ha visitado a su pueblo. Y esta palabra, es decir, la palabra de Jesús que da vida a lo que estaba muerto, se extiende por toda Judea y los países vecinos, por tanto también fuera de Israel.

           Antes de este relato, Lucas había contado varias curaciones realizadas por Jesús.  Ahora puede, inmediatamente después de este relato, contar la visita de los discípulos de Juan el Bautista, que vienen a preguntarle: "¿Eres tú el que ha de venir?", y a los que responde: "Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan erguidos, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen y los muertos resucitan. Cuando el dolor de esta pobre viuda se encuentra con la compasión de Jesús, se le da vida a su hijo.

           En la mañana de la creación, la vida apareció en todas sus formas cuando el Aliento de Dios se cernió sobre el caos inicial y la Palabra de Dios fue pronunciada sobre ese caos. Dios dijo... y la tierra se separó de las aguas, la luz de las tinieblas, y apareció el ser humano.

           Estamos hechos para la vida, pero siempre hay algo en nosotros que nos empuja hacia la muerte. Esto se aplica a cada persona, a cada comunidad, a la sociedad y a la Iglesia. Por el bautismo nacemos a la vida eterna; pero por el pecado tomamos el camino de la muerte.  En este camino nos encontramos con Cristo que, a través de su palabra sacramental, nos devuelve a la vida. 

           La historia se compone de grandes ciclos, que a veces experimentan momentos de crecimiento y plenitud, y a veces de decadencia y pérdida de vitalidad que conducen a la muerte.  Esto es tan cierto para la Iglesia y nuestras comunidades como para la sociedad en general. No cabe duda de que actualmente, salvo algunas excepciones, estamos en la parte baja de la ola.  Como monjes y monjas que viven según la Regla de San Benito debemos, por vocación, ser más sensibles a la vida que a la muerte, ya que es para vivir que entramos en el monasterio.  De hecho, San Benito dice en su Prólogo que escribió esta Regla para aquellos que, a la Palabra de Dios que pregunta: "¿Quién es el que quiere la Vida? han respondido: "Yo".

           En nuestras Constituciones, tenemos la Constitución 67, sobre el cierre de una casa, una legislación de la que hemos hablado mucho en los últimos años, no sin cierta obsesión.  Esta Constitución es la procesión de la viuda de Naim, llevando en silencio a su hijo a la tierra.  Nuestra Orden, es decir, la comunidad de comunidades que la constituyen, es la procesión de discípulos que siguen a Jesús en la otra dirección.  Es responsabilidad de nuestra Orden saber, en cada caso, cómo romper los tabúes y tocar la camilla, y también saber encontrar la palabra profética que devuelva la vida. Debemos saber cómo hacerlo, por fidelidad a Aquel que vino para que tuviéramos vida y la tuviéramos en plenitud.

Armand VEILLEUX