5 de marzo de 2023 - 2º Domingo de Cuaresma "A"

Gn 12,1-4a; 2 Tim 1,8b-10; Mt 17,1-9

Homilía

El padre de Abraham nació en Ur de los Caldeos (Gn 11,31) y se estableció en Harán, mucho más al norte.  Nacer en Ur significaba estar expuesto a la cultura más desarrollada del mundo en aquella época.  Ur era el lugar donde habían aparecido los primeros tribunales conocidos de la historia y la primera forma de legislación social.  La agricultura también había alcanzado cotas desconocidas hasta entonces.  Todo este desarrollo, y los conflictos que provocó, condujeron a una gran migración hacia el norte en el siglo XVII a.C.  El padre de Abaham y su familia se vieron arrastrados por esta migración.  Harán, donde se establecieron -a unos 1.500 kilómetros al norte de Ur-, estaba en una encrucijada de caravanas.  Estaba en el límite de la civilización sumeria, a la que pertenecía Ur.  Ir más lejos significaba cambiar de cultura.

          Así pues, Abraham pertenecía a una primera generación de emigrantes a Harán.  Y sabemos que una primera generación de inmigrantes en un nuevo país necesita estabilidad y seguridad para echar raíces.  Dios llamó a Abraham para que abandonara esa estabilidad y seguridad y se aventurara más allá de las fronteras de su cultura, para que emprendiera un viaje hacia lo desconocido, sin más garantía que la palabra de Dios.  Aceptó esta palabra de Dios y por eso se le llamó padre de todos los creyentes: "Se puso en camino -dice el libro del Génesis- sin saber adónde iba".  Su viaje estuvo lleno de peligros y tentaciones, pero los superó y llegó a la tierra prometida.

          Casi dos mil años más tarde, el Hijo de Dios también fue enviado de viaje, un viaje que, utilizando las palabras de San Pablo a los Filipenses, consistió en renunciar a todos sus privilegios.  Primero se estableció en Nazaret, como Abraham había hecho en Harán.  Pero un día, cuando fue bautizado en el Jordán, oyó la llamada mesiánica, que le envió a viajar por los caminos de Judea y Galilea.  También él encontró la tentación, como vimos en el Evangelio del domingo pasado, y el peligro.

          Cuando empezó a predicar en Cafarnaún y Nazaret, las multitudes estaban asombradas y le veneraban como a un profeta.  Se apartó de esta tentación.  Después, tras los primeros milagros, sobre todo tras la multiplicación de los panes, las multitudes quisieron coronarle rey.  Otra tentación de la que escapó.  Pero cuando los poderes empezaron a verle como una amenaza, le hicieron una guerra sistemática, y las multitudes le abandonaron poco a poco.  Llegó un momento en que se dio cuenta de que las autoridades del pueblo tendrían éxito en sus planes y que él moriría.  Éste fue un importante punto de inflexión en su vida activa.  A partir de entonces, dedicó la mayor parte de su tiempo y energía a formar a sus discípulos en lugar de enseñar a las multitudes.

          El acontecimiento que leemos en el Evangelio de hoy se produce en este momento crucial de la vida de Jesús.  Acababa de anunciar su muerte a sus discípulos.  Entonces llevó a tres de ellos a la montaña para pasar una noche de oración.  Allí, mientras se eliminaba toda esperanza humana y sólo quedaba la esperanza pura y desnuda, mientras desaparecía o se desvanecía todo lo que no era su misión mesiánica, se reveló su verdadera identidad.  Se transfiguró.  Toda su humanidad se redujo a la voluntad del Padre sobre él.

          Hay en este episodio de la transfiguración no sólo una revelación sobre la persona de Cristo, sino también una revelación sobre la naturaleza de nuestra vida cristiana.  Nos dejamos llevar con demasiada facilidad a reducir nuestra fe a un ideal moral, a reducir el mensaje evangélico a una regla de vida, por noble que sea.  A lo que estamos llamados es a transfigurarnos, a identificarnos en todo nuestro ser con la voluntad de Dios para nosotros, mediante nuestra fidelidad al continuar nuestro camino en el desierto.

          La Cuaresma no debe ser un mero interludio penitencial en nuestras vidas.  Es un tiempo en el que se nos recuerda que somos un pueblo en camino en el desierto.  Hemos sido llamados y enviados.  Aceptar la inseguridad radical de este viaje es el precio que debemos pagar si queremos alcanzar la tierra prometida de nuestra transfiguración en Cristo.  Continuemos con acción de gracias nuestra celebración eucarística, en la que Cristo se nos dará como el nuevo maná, el alimento que necesitamos para continuar nuestro camino.

Armand VEILLEUX