19 de marzo de 2023 - 4º Domingo de Cuaresma "A"

1 Samuel 16:1...13; Ef. 5:8-14; Juan 9:1-41

Homilía

Cuando nos ocurre algo malo o doloroso, como un accidente o una enfermedad, nuestra primera reacción suele ser decir: "¿Por qué? ¿Por qué me ocurre esto a mí?  ¿Qué he hecho para merecer esto?  Ésta es precisamente la pregunta que los discípulos hacen a Jesús en presencia del ciego de nacimiento.  O, más exactamente, quieren saber si esta desgracia le ocurrió a este hombre a causa de sus pecados personales o de los de sus padres.  Jesús se niega a dejarse atrapar por tales razonamientos.  Para él, el mal -ya sea físico o moral- no es algo que se pueda explicar.  Es algo que hay que eliminar.  Vino precisamente para liberar a la humanidad de él.

          Este Evangelio es importante para todos nosotros, porque todos nacemos ciegos. Pero el Señor nos dice: "Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo" (Juan 9,5).  No podemos ver por nosotros mismos.  Sólo Él es la Luz, y sólo Él puede dar luz, porque fue enviado por el Padre para hacerlo.  ¿Hay algo, pues, que podamos hacer?  Sí, "ve y lávate en el estanque de Siloé", dice Jesús (v. 7).  Entonces se abrirán nuestros ojos, y los que nacimos ciegos veremos.  Ésta es la obra del Señor.

          Siloé significa "Enviado", o "El que fue enviado".   Todos sabemos quién fue enviado por el Padre.  Si no hubiera sido enviado, ninguno de nosotros habría podido liberarse de su pecado.  Y si no acudimos a Aquel que fue enviado, permanecemos en nuestro pecado y en nuestra ceguera, pues seguimos lejos de la luz.

          A lo largo de su vida terrenal, Jesús dejó claro, de palabra y de obra, que Él era la luz del mundo y la fuente de la vida.  El reino que vino a inaugurar ya estaba presente en su persona.  Dondequiera que iba, las tinieblas y la muerte se veían obligadas a retirarse.  Curó al ciego (como vimos en el evangelio de esta mañana) y devolvió la vida a Lázaro (como veremos en el del próximo domingo).  Toda la creación se vio afectada por esta encarnación de la Luz y la Vida.

          A los que creyeron en él y aceptaron seguirle, les ofreció compartir las bendiciones que eran suyas: "El que vive y cree en mí no morirá jamás" (Juan 11:25), y "El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Juan 8:12).

          En su carta a los Efesios, Pablo saca conclusiones morales de todo esto:  Dice a los fieles que antes eran tinieblas, pero que ahora son luz en el Señor y, por tanto, ahora deben vivir como hijos de la luz (Ef 5,8-14).

          El cristiano se ha convertido en luz.  Es decir, ha sido despertado de la muerte e iluminado en Cristo.  No se trata de una afirmación vagamente poética; es real y fuente de alegría.  También conlleva serias obligaciones.  No es poca cosa ser, con Cristo, la luz del mundo.  Es la misión de la Iglesia y, por tanto, la misión de cada uno de nosotros.

          Se requiere una gran sencillez de corazón para recibir la luz de Cristo y poder compartirla con los demás.  ¡Qué clara y sencilla es la respuesta del ciego del Evangelio a los fariseos que le interrogan sobre su curación!  "El hombre llamado Jesús me untó barro en los ojos y me dijo: 'Ve a Siloé y lávate'; fui allí, me lavé y recuperé la vista" (Jn 9,11).  El hecho de su curación es tan evidente que no interesan las explicaciones que puedan darse.  Los fariseos, en cambio, están tan interesados en las explicaciones que pasan por alto el hecho evidente.

          Así se manifiesta el juicio de Dios (v. 39).  Los que creen que ven, no ven y permanecen en las tinieblas.  Pero el ciego ha llegado a la luz, la luz que, para Juan, es la vida en comunión con Cristo resucitado, que es la Luz del mundo.

Armand Veilleux