23 de mayo de 2023 - Martes de la 7ª semana de Pascua

Hch 20,17-27; Jn 17,1-11a

Homilía

A partir de hoy y durante los dos próximos días, leeremos como lectura evangélica la larga oración de Jesús a su Padre al final de la última cena pascual que celebró con sus discípulos. Esta oración, a menudo llamada "oración sacerdotal" de Jesús, ocupa todo el capítulo 17 del Evangelio de Juan. Le sigue, en el capítulo 18, el arresto de Jesús, que introduce el relato de su Pasión.

Del mismo modo, en la primera lectura, hoy y mañana, leemos sobre el encuentro de Pablo en Mileto con los ancianos de la Iglesia de Éfeso, a quienes anuncia que parte para Jerusalén, donde tendrá que sufrir. Y la lectura del jueves describirá su arresto en Jerusalén.

En su Carta, que leímos el domingo pasado, San Pedro recuerda a los primeros cristianos que si sufren por ser cristianos, deben alegrarse, por dos razones.  En primer lugar, porque así participan en los sufrimientos de Cristo y, en segundo lugar, porque esto les proporcionará gozo y alegría el día en que se manifieste la gloria de Cristo.  Las Actas de los mártires de la Iglesia primitiva nos dan muchos ejemplos de hombres y mujeres que fueron con alegría a la muerte por fidelidad a Cristo.  ¿De dónde sacaban su fuerza y su valor?          

De su fe en Cristo, por supuesto, pero también de una fe compartida en la Iglesia.  Era su pertenencia a una comunidad de creyentes lo que daba fuerza a su fe.  Y esta comunidad de creyentes encontraba su unidad y cohesión en la oración.  El texto de los Hechos de los Apóstoles nos muestra a la comunidad primitiva en oración con los Apóstoles y en torno a María.  ¿No es ésta la dimensión más esencial de la Iglesia?

El mensaje evangélico de Jesús se dirige a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.  Es a cada persona en particular a quien Jesús dirá, en el juicio final: "Tuve hambre y me disteis de comer... o no me disteis de comer. Estuve en la cárcel y me visitasteis... o no me visitasteis".  Se trata de una obligación personal para todos.  La Iglesia como tal -la Iglesia como sacramento visible de salvación- tiene también otra misión: ser la manifestación visible (sacramental) de la salvación bajo el signo de la comunión visible, en la fe, la caridad y la esperanza.  Y esta comunión visible es ante todo comunión en la oración.  No es casualidad que la primera comunidad cristiana de Jerusalén se nos muestre en los Hechos de los Apóstoles como una comunidad en oración, en torno a María, la Madre de Jesús, antes incluso de ser una comunidad que comparte y una comunidad misionera que anuncia la Buena Nueva.

¿Dónde aprendieron a rezar los primeros cristianos? -- Del ejemplo del propio Jesús.  Él había sido muy discreto durante todo su ministerio sobre su relación personal con su Padre.  Sin embargo, al acercarse su muerte, quiso hacer partícipes a sus discípulos más cercanos del misterio de esta oración.  Llevó a Pedro, Santiago y Juan al Monte de la Transfiguración y al Huerto de la Agonía.  Sobre todo, había abierto de par en par su corazón y su oración a sus discípulos durante la Última Cena, rezando en voz alta a su Padre delante de ellos. 

Había llegado su hora.  Todavía no había llegado esa hora cuando María depositó a su Hijo en un pesebre, dándonoslo simbólicamente como alimento, porque no había sitio en el "aposento alto" (y no en la "posada", como suele traducirse erróneamente). Esa hora aún no había llegado en el momento de las bodas de Caná, y cuando los dirigentes del pueblo querían apoderarse de él.  Ahora esa hora ha llegado.  Es la hora de su glorificación, la hora de su triunfo sobre la muerte a través de la muerte.  Es también la hora del Espíritu que enviará a su Iglesia el día de Pentecostés. 

Preparémonos en la próxima semana para recibir la plenitud de ese Espíritu.  Pidámosle que nos transforme en una comunidad de oración verdaderamente ferviente, de la que todos saquemos fuerzas para ser auténticos testigos de Cristo, cada uno en su ambiente, y, si es necesario, no sólo para sufrir en su nombre, sino para encontrar nuestra alegría en este sufrimiento, que no es más que una prenda de la alegría eterna que nos está prometida y reservada.

Armand VEILLEUX