2 de noviembre de 2025 – Conmemoración de todos los fieles difuntos

Sab 2, 1... 3,9; Rom 6, 3-9; Juan 11, 17-27

Resurrección de Lázaro

La celebración litúrgica de hoy tiene cierto carácter monástico, ya que fue instituida en 998 por san Odilón, quinto abad de Cluny, y se extendió durante los siglos siguientes por toda la Iglesia. La celebración de ayer fue primero la fiesta de todos los «mártires» de la Iglesia, y luego se convirtió gradualmente en la de todos los «santos». Puede ser interesante prestar atención al nombre oficial de la solemnidad de hoy en el calendario litúrgico. Es la «Memoria (en latín, commemoratio) de todos los fieles difuntos». Por supuesto, siempre se puede rezar por todos los hombres y mujeres que han fallecido, ya sea durante el último año o a lo largo de todos los tiempos. Pero la liturgia de hoy nos pide que recemos por todos los «fieles» difuntos, es decir, todos aquellos que han fallecido teniendo fe en Cristo.

Este «detalle» —y es más que un detalle— es especialmente importante hoy en día, cuando el Concilio Vaticano II nos ha acostumbrado a ver a la Iglesia como el «pueblo de los creyentes» y cuando el papa Francisco, en la línea del Vaticano II, nos hablaba constantemente de lo que él llamaba el «pueblo fiel», es decir, el pueblo de todos aquellos que han puesto su fe en Cristo Jesús y cuya fe, repetía, es «infalible».

Es precisamente de esta fe en Cristo de la que nos habla el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar, tomado del Evangelio de Juan. Se pueden distinguir fácilmente dos niveles redaccionales en este pasaje. La narración primitiva era un relato de la resurrección de Lázaro, el mayor de los milagros realizados por Jesús. Cuando el evangelista Juan decidió insertar este relato en el momento crucial de la vida de Jesús, es decir, al final de su ministerio y al comienzo de su pasión, lo transformó. Lo que ahora ocupa el centro del relato ya no es el milagro en sí, sino más bien el diálogo de Jesús con Marta y el solemne acto de fe de esta.

En el centro de este diálogo se encuentra la reveladora palabra de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida», y también la respuesta de Marta (v. 27): «Sí, Señor, creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que ha de venir al mundo».

Este texto nos ayuda también a comprender la gran riqueza y toda la diversidad de la experiencia espiritual de la Iglesia primitiva. Cada una de las comunidades cristianas locales tenía su propia manera de vivir y revivir su experiencia de Cristo. En las Iglesias de la tradición de Mateo, el recuerdo del ministerio de Jesús se centra en la relación de Jesús con el grupo de sus discípulos, especialmente los doce apóstoles. Pero este recuerdo, en el Evangelio de Juan, se centra en la relación de Jesús con algunos amigos, especialmente Marta, María y Lázaro. Ellos son sus verdaderos discípulos, y él es su maestro. Marta es la primera en ser mencionada. Es ella quien, después de recibir la revelación y expresar su fe en la palabra de Jesús, va a buscar a María, exactamente como Andrés y Felipe fueron a buscar a Pedro y Natanael. Como «discípula» muy querida por Jesús, es ella quien expresa, en nombre de todos, la fe mesiánica de la comunidad. Marta confiesa su fe mesiánica, no en respuesta a un milagro, sino en respuesta a la revelación de Jesús y a su pregunta: «¿Crees esto?». La confesión de fe de Marta en el Evangelio de Juan es paralela a la de Pedro (6, 66-71), pero es una confesión cristológica en un sentido más pleno. Jesús es el revelador venido del cielo. Como tal, la confesión de Marta tiene el sentido pleno de la de Pedro en Cesarea de Filipo en los Evangelios sinópticos. Así, Marta representa la fe apostólica plena de la comunidad de Juan, como Pedro representa la fe apostólica plena de la comunidad de Mateo.

La afirmación de Jesús a Marta es en sí misma totalmente inverosímil: «Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá jamás». Es esta afirmación la que da sentido a nuestra celebración de hoy. Rezamos por todos los «fieles» difuntos, es decir, por aquellos que tuvieron aquí abajo la «fe» en Cristo. Sabemos que, aunque hayan abandonado el mundo que conocemos, siguen vivos. También sabemos que pueden seguir estando misteriosamente privados del pleno disfrute de la presencia de Dios. Por eso le pedimos a Jesús que los libere, que diga de ellos lo mismo que dijo de Lázaro: «Desatadle y dejadle ir».

Pidamos también para nosotros esta gracia de ser desatados de todo lo que nos impide vivir en plenitud, de todo lo que nos impide creer con la misma intensidad que Marta y ver la presencia de Dios en las personas y los acontecimientos.

Armand Veilleux