31 de julio de 2021 -- sábado de la 17ª semana del tiempo ordinario

Memoria de san Ignacio de Loyola

Lev 25:1, 8-17; Mateo 14:1-12

Homilía

           En este Evangelio se nos presentan dos hombres muy diferentes entre sí.  El primero, Juan el Bautista, es un hombre libre, sin poder ni ambición y, por tanto, también sin miedo.  El otro es un hombre con mucho poder en sus manos, esclavizado por sus cálculos y ambiciones y por ello constantemente desgarrado por el miedo.

 

           Juan es un hombre libre.  Su misión es preparar la llegada del Mesías.  Sólo existe para esto y no tiene ninguna otra ambición.  Cuando reconoce al Mesías, envía a sus propios discípulos hacia él diciendo: "Este es el Cordero de Dios".  Reconoce tranquilamente que ha llegado el momento de desaparecer.  Al no tener ninguna ambición ni nada que perder, es sumamente libre.  Puede hablar con firmeza a los grandes y a los pequeños.  Llama a los fariseos y saduceos "cría de víboras" y le recuerda al rey Herodes que no le está permitido vivir con la mujer de su hermano.  Esto le costará la vida; pero, como hombre libre, no teme a la muerte.

           Herodes es el tipo por excelencia del hombre que está constantemente atormentado, porque no es libre, porque está desgarrado por sus deseos y ambiciones.  Así que está constantemente angustiado.  El evangelista Marcos (6:20) nos dice que Herodes temía a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y que lo protegía; y que cuando lo escuchaba, se quedaba muy perplejo, y lo escuchaba con gusto. Pero aun así lo hizo encarcelar porque Juan le reprochó su conducta.  El día de su cumpleaños, cuando ha hecho una loca promesa a la hija de Herodías y ésta pide la cabeza de Juan, se debate entre varios temores.  Tiene miedo de matar a Juan, pero también de quedar mal ante sus invitados.  Así que hace decapitar a Juan.  Y entonces, cuando oye los milagros realizados por Jesús, se asusta y se dice que es Juan el que ha vuelto de entre los muertos.  Durante el juicio de Jesús, tiene miedo de darle muerte, pero lo entrega a los Judíos de todos modos, por temor a ser considerado un enemigo del César.

  

           Una recomendación que surge una y otra vez en boca de Jesús, especialmente en las escenas de apariciones tras la Resurrección, es: "No tengáis miedo".  Pedro, que había comenzado a caminar sobre las aguas, comienza a hundirse al sentir miedo. 

           ¿De dónde viene el miedo?  Viene de la perspectiva de perder una posesión que es muy importante para nosotros.  Quien tiene una gran riqueza teme fácilmente perderla.  Quien está apegado a su nombre o reputación tiene miedo de perderlo.  Los que tienen grandes ambiciones tienen miedo de cualquier cosa que pueda ser un obstáculo para su realización.  En cambio, el pobre, sin propiedades ni poder, que no tiene nada que perder, es mucho más fácil que no tenga miedo.  Es mucho más fácil que sea una persona libre.

           Este era sin duda el sentido del Jubileo, del que habla el Libro del Levítico.  Esta legislación, que preveía la devolución de las tierras a su propietario (o a sus descendientes) cada cincuenta años, impedía el enriquecimiento excesivo de unos a costa de otros y, por tanto, la construcción de grandes latifundios e imperios.  De este modo, se limitaba el peligro de alienación del individuo; también se limitaba el miedo y se promovía la libertad de corazón.  Esto preparó el camino para que la espiritualidad de los Anawim, los Pobres de Yahvé, floreciera en el momento de la gran prueba, así como para la predicación del Evangelio: Bienaventurados los pobres.  Sí, bienaventurados los pobres de corazón libre que, como Juan el Bautista, desde la primera generación cristiana, no temieron en absoluto dar su vida en fidelidad al Evangelio.

Armand VEILLEUX