12 de diciembre de 2021 - Tercer domingo de Adviento "C"

So 3:14-18; Fil 4:4-7; Lc 3:10-18

Homilía

            Las dos primeras lecturas que hemos escuchado, del profeta Sofonías y de San Pablo a los Filipenses, nos invitan a la alegría. Por eso este tercer domingo de Adviento se llama "Domingo de la Alegría" ("Domingo de Gaudete", como decíamos en tiempos del gregoriano).

 

            Esta llamada a la alegría puede parecernos incongruente en el mundo actual, donde hay tantas guerras, tantas masacres absurdas de inocentes, tantas tragedias vividas por miles e incluso millones de personas desarraigadas de su país y obligadas a buscar asilo en otros lugares. -- sin mencionar la pandemia de COVID.

            Resulta que el profeta Sofonías, que nos llama a la alegría en la primera lectura, escribía él mismo en tiempos de guerra. Su llamada a la alegría no se basa en la victoria sobre el enemigo, sino en el hecho de que el Señor mismo hará retroceder al enemigo.  La alegría no estará en el aplastamiento del enemigo, sino en la renuncia a la guerra.

            En cuanto a Juan el Bautista, es difícil, a primera vista, ver en su vida y su mensaje una llamada a la alegría. Pero todo depende de cómo pensemos en la alegría. Cuando pensamos en la alegría, pensamos en fiestas y banquetes, en buena comida y bebida.  Pero Juan sólo bebía agua y su dieta se limitaba a un menú de langostas y miel silvestre.

            Cuando pensamos en la alegría, pensamos en ropa fina, pero el vestuario de Juan consistía en una prenda de pelo de camello y un cinturón de cuero.

            Cuando pensamos en la alegría, pensamos en un comediante o un animador que puede hacer reír a la gente y ayudarla a sentirse bien consigo misma. Para Juan, la raíz de la alegría está en la conciencia de hacer la voluntad de Dios.

            En el texto del Evangelio leído el domingo pasado, escuchamos a Juan el Bautista decir a la multitud: "Preparad el camino del Señor, enderezad su senda.  Todo barranco será rellenado, toda montaña y colina será rebajada.  Las multitudes parecen haber entendido su mensaje porque le preguntan -como acabamos de escuchar- "¿Qué haremos?

            En realidad, hay tres grupos distintos de personas que hacen la misma pregunta a Juan el Bautista.  Probablemente el evangelista Lucas quiere mostrar con ello el carácter universalista de la llamada a la conversión.  En primer lugar, están los Judíos de raza y religión, que obviamente constituyen el grueso de esta multitud.  Luego están los publicanos que son judíos por raza, pero que están marginados por su compromiso con la potencia extranjera que ocupa Palestina.  Por último, están los soldados que sólo pueden ser soldados romanos (que reciben órdenes directamente del gobernador Pilato) y que, por tanto, no son judíos, pero que, sin embargo, han venido a escuchar el mensaje de Juan y, presumiblemente, a ser bautizados por él.

            A todas estas personas, Juan el Bautista les da una respuesta concreta a la pregunta tan práctica que se hacen: "¿Qué debemos hacer?  No se trata de saber qué pensar o qué creer.  Se trata de saber qué "hacer".  Todo el mensaje de Jesús irá en la misma línea.  La pregunta definitiva, tanto aquí en la tierra como en el día del juicio, será siempre "¿Cómo has actuado?" y más concretamente "¿Cómo has actuado con tu prójimo? 

            En las tres respuestas de Juan a los distintos grupos, no menciona ninguna práctica religiosa, sino que hace hincapié en las exigencias de la justicia y, sobre todo, del reparto, empezando por el de las cosas más esenciales de la vida: el vestido y el alimento.  Esta actitud de compartir requiere, obviamente, en primer lugar que no robemos, como recuerda Juan a los recaudadores de impuestos, y que no hagamos violencia a nadie, como recuerda a los soldados.

            Este mensaje del Evangelio nos recuerda, por tanto, que la verdadera alegría no proviene de la posesión de una gran cantidad de bienes, sino de la comunión que se encarna en el compartir y en el respeto a la justicia, que es el respeto a cada persona percibida como hijo de Dios.  Así, justo al principio del Evangelio, se afirma el principio -que luego se repite de muchas maneras- de que la comunión con Dios es imposible sin la comunión con el prójimo. 

            En cuanto a esta comunión con el prójimo, no puede reducirse a vagos sentimientos de simpatía o bondad, sino que implica el respeto total a la justicia e incluso el reparto de los bienes materiales cuando este reparto es necesario para eliminar los desequilibrios.

Armand VEILLEUX