18 de diciembre de 2021

Jer 23:5-8; Mat 1:18-24

H o m e l i a

           En este relato de Mateo, que continúa el texto leído ayer, se da el título de "Hijo de David" tanto a José como a Jesús.  Lo que se subraya así es el carácter profundamente humano de la intervención de Dios en la historia.  El Hijo de Dios no se encarnó en abstracto.  Se hizo hombre, un hombre concreto, nacido en un momento concreto de la historia de la humanidad, en un pueblo y una familia concretos.  Este entorno concreto le moldeó, le dio las categorías de pensamiento y lenguaje que le permitieron hablarnos utilizando un conjunto específico de imágenes y conceptos.

 

           Su misión se realizó en una vida humana muy ordinaria.  Un niño nació de una mujer. Una mujer muy joven.  Si María fue desposada a la edad habitual en su sociedad, es decir, al inicio de la pubertad, debía tener entre 12 y 14 años cuando dio a luz a Jesús.  Según las mismas costumbres, José debía tener entre 13 y 15 años, y no el anciano barbudo de tantas representaciones artísticas.  Este niño creció y se convirtió en un adulto.  Trabajó en el oficio de su padre.  Un día sintió la llamada profética y predicó la buena nueva en las ciudades y pueblos.  Las autoridades lo consideraron embarazoso y se deshicieron de él como habían hecho con tantos otros.  No hay nada realmente extraordinario en esto.  Lo mismo, incluso la muerte, le había ocurrido a muchos otros.  Sin embargo, fue a través de esta existencia humana ordinaria que el curso de la historia cambió profundamente y se logró la salvación.

           Mateo, en el Evangelio de hoy, así como Pablo en la carta a los Romanos y Juan en su Prólogo, quieren mostrar que este hijo de Israel era algo más que un simple hijo de Israel.  No era sólo un judío piadoso enviado al pueblo judío.  Era el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, para todo ser humano y para todas las razas.  Cuando Mateo nos habla del nacimiento virginal, lo que quiere destacar no es tanto un acontecimiento milagroso como el hecho de que Jesús es mucho más que un hijo de Israel.  Sí, era judío de nacimiento.  Sí, sus antepasados eran judíos.  Pero su verdadero padre era Dios, que a través de él, como lo había hecho a través de Adán, estaba dando a luz a una nueva raza, una raza en la que los lazos de sangre tenían poca importancia. 

           El papel de José en esta historia es una especie de expresión simbólica de la decepción del pueblo judío al descubrir que el Mesías no era de su exclusiva propiedad.  El nacimiento de Jesús pone fin a la dominación de una raza sobre otra, de una cultura sobre otra.  Desde Jesús, sea cual sea nuestra ciudadanía política, pertenezcamos a un país minúsculo o a un Estado poderoso, todos somos hijos e hijas de Dios. 

           Otra consecuencia de esto es que Dios no es sólo "nuestro" Dios y Jesús no es sólo "nuestro" Jesús.  Estamos acostumbrados a ver a Jesús como "nuestro"; y claro, como somos generosos, ¡queremos compartirlo con los demás!  En realidad, no tenemos que "compartirlo" con los demás.  Tenemos que "descubrirlo" en los demás.  Nadie -ni José, ni nosotros mismos- puede reclamar la paternidad de Jesús.

           Esto es lo absolutamente nuevo y original.  ¿Por qué entonces somos cristianos?  Precisamente para eso: para dar testimonio de la absoluta igualdad de todos los seres humanos; para ayudar a la humanidad a descubrir por fin que nadie puede, por ningún motivo, dominar a otra persona, ni en el orden militar y político ni en el orden religioso.

           En el nombre de Jesús, "Emmanuel" o "Dios-con-nosotros", el "nosotros" se refiere a todos nosotros, seamos quienes seamos, sin excepción.

           En este relato de Mateo, que continúa el texto leído ayer, se da el título de "Hijo de David" tanto a José como a Jesús.  Lo que se subraya así es el carácter profundamente humano de la intervención de Dios en la historia.  El Hijo de Dios no se encarnó en abstracto.  Se hizo hombre, un hombre concreto, nacido en un momento concreto de la historia de la humanidad, en un pueblo y una familia concretos.  Este entorno concreto le moldeó, le dio las categorías de pensamiento y lenguaje que le permitieron hablarnos utilizando un conjunto específico de imágenes y conceptos.

           Su misión se realizó en una vida humana muy ordinaria.  Un niño nació de una mujer. Una mujer muy joven.  Si María fue desposada a la edad habitual en su sociedad, es decir, al inicio de la pubertad, debía tener entre 12 y 14 años cuando dio a luz a Jesús.  Según las mismas costumbres, José debía tener entre 13 y 15 años, y no el anciano barbudo de tantas representaciones artísticas.  Este niño creció y se convirtió en un adulto.  Trabajó en el oficio de su padre.  Un día sintió la llamada profética y predicó la buena nueva en las ciudades y pueblos.  Las autoridades lo consideraron embarazoso y se deshicieron de él como habían hecho con tantos otros.  No hay nada realmente extraordinario en esto.  Lo mismo, incluso la muerte, le había ocurrido a muchos otros.  Sin embargo, fue a través de esta existencia humana ordinaria que el curso de la historia cambió profundamente y se logró la salvación.

           Mateo, en el Evangelio de hoy, así como Pablo en la carta a los Romanos y Juan en su Prólogo, quieren mostrar que este hijo de Israel era algo más que un simple hijo de Israel.  No era sólo un judío piadoso enviado al pueblo judío.  Era el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, para todo ser humano y para todas las razas.  Cuando Mateo nos habla del nacimiento virginal, lo que quiere destacar no es tanto un acontecimiento milagroso como el hecho de que Jesús es mucho más que un hijo de Israel.  Sí, era judío de nacimiento.  Sí, sus antepasados eran judíos.  Pero su verdadero padre era Dios, que a través de él, como lo había hecho a través de Adán, estaba dando a luz a una nueva raza, una raza en la que los lazos de sangre tenían poca importancia. 

           El papel de José en esta historia es una especie de expresión simbólica de la decepción del pueblo judío al descubrir que el Mesías no era de su exclusiva propiedad.  El nacimiento de Jesús pone fin a la dominación de una raza sobre otra, de una cultura sobre otra.  Desde Jesús, sea cual sea nuestra ciudadanía política, pertenezcamos a un país minúsculo o a un Estado poderoso, todos somos hijos e hijas de Dios. 

           Otra consecuencia de esto es que Dios no es sólo "nuestro" Dios y Jesús no es sólo "nuestro" Jesús.  Estamos acostumbrados a ver a Jesús como "nuestro"; y claro, como somos generosos, ¡queremos compartirlo con los demás!  En realidad, no tenemos que "compartirlo" con los demás.  Tenemos que "descubrirlo" en los demás.  Nadie -ni José, ni nosotros mismos- puede reclamar la paternidad de Jesús.

           Esto es lo absolutamente nuevo y original.  ¿Por qué entonces somos cristianos?  Precisamente para eso: para dar testimonio de la absoluta igualdad de todos los seres humanos; para ayudar a la humanidad a descubrir por fin que nadie puede, por ningún motivo, dominar a otra persona, ni en el orden militar y político ni en el orden religioso.

           En el nombre de Jesús, "Emmanuel" o "Dios-con-nosotros", el "nosotros" se refiere a todos nosotros, seamos quienes seamos, sin excepción.