15 de agosto de 2024 -- Solemnidad de la Asunción de María
Apocalipsis 11:19; 12:1...10; 1 Cor 15:20-26; Lucas 1:39-56
Homilía
Este relato evangélico que acabamos de escuchar tiene una frescura que es bueno volver a encontrar después de escuchar la imagen más bien violenta de la visión del Apocalipsis que se da en la primera lectura, así como el texto de San Pablo que describe a Cristo aplastando a todos sus enemigos con sus pies, aunque el último enemigo que destruya sea la muerte.
San Lucas nos muestra a una joven de Israel, recién embarazada, corriendo por los montes de Judea para saludar a su anciana prima, que a su vez está embarazada en su vejez. Es fácil reconocer en el relato de Lucas toda la imaginería del transporte del Arca de la Alianza descrita en el capítulo 6 del segundo libro de Samuel. María es la nueva Arca de la Alianza, en la que habita el Señor de los Señores; y al igual que la primera Arca fue llevada por los montes de Judá a la casa de Obed-edom de Gat, donde había sido fuente de bendiciones, así María corre por los montes de Judá, llevando al Hijo de Dios en ella y llevando la alegría y la gracia a la casa de Isabel, su prima. Y los alegres movimientos de Juan el Bautista en el vientre de su madre reproducen la danza de David ante el Arca.
Pero no nos dejemos encantar fácilmente por esta frescura. Pues desde que María entona su canto de alabanza, esta alabanza adquiere ya tonos casi bélicos, como el relato del Apocalipsis. Dispersa a los orgullosos. Derriba a los poderosos de sus tronos... envía a los ricos con las manos vacías. Y esto nos lleva de nuevo a la historia del Apocalipsis.
En la época en que Juan, el vidente de Patmos, escribía su Apocalipsis, la Iglesia era perseguida. Muchos cristianos eran condenados a muerte porque se atrevían a confesar su fe públicamente y se negaban a negar a Cristo cuando se les obligaba a hacerlo. Los "signos" del Dragón y la Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y la cabeza coronada con doce estrellas, representaban, por un lado, a la Iglesia y, por otro, al poder opresor y perseguidor. El Apocalipsis fue en todos los aspectos un escrito subversivo. También el Magnificat de María, que proclama la victoria final de los pequeños, los débiles y los oprimidos. Pero ¡cuidado! Este Magnificat no trata de la victoria de una violencia sobre otra, sino de la victoria del amor de Dios sobre la violencia humana. Su amor se extiende de edad en edad. Un amor maternal, al que el Nuevo Testamento da a menudo el nombre de misericordia, traduciendo una raíz aramea (rekhem) que designa el vientre de la madre. A partir de este canto de María, sabemos muy claramente de qué lado está Dios cada vez que los seres humanos, sus hijos e hijas, son víctimas de la violencia.
Al igual que el autor del Apocalipsis lee los acontecimientos de su tiempo a la luz de esta revelación, lo mismo debemos hacer nosotros. En los primeros siglos, fue el Imperio Romano el que emprendió la guerra santa, en nombre de la religión del Estado, contra las nuevas "sectas" -y el cristianismo era una de ellas- que se consideraban enemigas de la "religión". Hoy en día, salvo en raros rincones del mundo, los cristianos no son perseguidos por confesar a Dios. Pero en todo el mundo, y quizás de forma más masiva que nunca, los débiles y los pequeños están siendo aplastados por los grandes y los poderosos. No faltan testigos de la fe. Pero cuando son eliminados, suele ser por defender e identificarse con los pequeños y los oprimidos.
El último medio siglo ha visto varios regímenes totalitarios con los que los poderosos de este mundo se han sentido cómodos hasta que ha parecido oportuno derrocarlos por la violencia. Pero junto a estos regímenes totalitarios se ha desarrollado otro, a escala mundial: la apisonadora de una forma de economía global que ha creado constantemente pobreza entre las masas para permitir el enriquecimiento de una minoría. Y, para colmo, son las masas más pobres las que tienen que soportar el peso de los remedios a las crisis creadas por este propio sistema económico ahora desordenado.
Ante esta situación, es más urgente que nunca recordar el mensaje del Magnificat, que es la victoria del amor sobre la violencia. Si el testimonio de nuestros hermanos de Tibhirine sigue teniendo tanta repercusión en todo el mundo, es porque han encarnado este mensaje: atrapados entre dos violencias se negaron a elegir entre ambas. En cambio, optaron por mostrar el mismo amor a todas las personas, estuvieran en un lado o en otro de la línea divisoria. Pagaron con sus vidas. Lo mismo le ocurrió a Jesús de Nazaret.
La mujer del Apocalipsis se retiró al desierto. Hicimos lo mismo cuando llegamos al monasterio. Cuando los primeros monjes se retiraron al desierto, no fue principalmente para encontrar una tranquila intimidad con Dios, sino para continuar con Cristo y su Madre la lucha contra las fuerzas del mal: esas fuerzas que encontramos presentes en cada uno de nuestros corazones en cuanto se nos concede la gracia de una cierta lucidez. Con María, continuemos esta lucha para que también nosotros seamos "asumidos" como ella y con ella en la gloria y la beatitud de su Hijo, el Primogénito. Entonces, como Juan el Bautista en el seno de su madre, saltaremos de alegría y, como María, cantaremos un eterno "Magnificat".
Armand VEILLEUX