Homilías de Dom Armand Veilleux en español.

4 de septiembre de 2021 -- Sábado de la 22ª semana del tiempo ordinario

Col 1:21-23; Lc 6:1-5

Homilía

           Como en muchos otros casos, es de nuevo hoy la última frase de la lectura del Evangelio la que da sentido al texto que hemos leído: "El Hijo del Hombre es el Señor del sábado".  Con estas palabras, Jesús nos revela el sentido último de la ley, de toda ley. 

3 de septiembre de 2021 - Viernes de la 22ª semana del tiempo ordinario

Col 1- 15-20; Lc 5, 33-39

Homilía

           En la primera lectura, tomada de la Carta a los Colosenses, Pablo nos ofrece un himno cristológico que consta de dos estrofas, una relativa a la creación y otra a la redención.  En el primero, Cristo es presentado como el primogénito de la creación, antes que todas las criaturas; en el segundo, es presentado como el primogénito de entre los muertos, el primogénito de una multitud de hermanos y hermanas, todos ellos primogénitos, nacidos a una nueva vida en las aguas del bautismo.

           Puesto que todavía estamos en los primeros capítulos de la lectura del Evangelio de Lucas, quizá sea legítimo señalar que este himno cristológico nos permite entender un pasaje del primer capítulo de Lucas, en el que se dice que durante el viaje de María a Belén de Judá para el censo, se le cumplió el tiempo y dio a luz a su hijo, el primogénito (o prototokos).

           Es erróneo traducir, como se hace a menudo, "dio a luz a su primogénito".   En griego, como en hebreo, cuando se habla del primogénito, en relación con la madre, se utiliza una expresión que significa "el que abre el útero"; en cuanto al sustantivo "prototokos", designa siempre al primogénito en relación con el padre.  Una traducción exacta del griego en este primer capítulo de Lucas debe ser, por tanto: "Ella (María) dio a luz a su hijo, el Primogénito", es decir, el Primogénito del Padre eterno, según el título de Cristo que acabamos de leer en el himno cristológico de la carta a los Colosenses. 

           Jesús, el hijo de María, es, por tanto, el Primogénito de toda criatura, aquel del que toda la creación es sólo un débil reflejo.  Él es también el Primogénito de entre los muertos, el primero de los muchos hermanos que resucitarán de entre los muertos, revelándonos la gloria a la que también nosotros estamos llamados.

           Este Primogénito es también el Esposo del que habla el Evangelio de hoy.  Desde la Resurrección hasta la Parusía, este Esposo nos ha sido arrebatado; este es el tiempo en el que tiene sentido ayunar y hacer penitencia, esperando la plena manifestación del Primogénito y su Padre en la Luz del Espíritu.

(Hoy recordamos a San Gregorio Magno)

31 de agosto de 2021 - Martes de la 22ª semana par

1 Tes 5:1-6.9-11; Lucas 4:31-37

H o m e l i a

            La actividad de Jesús en el Evangelio nos recuerda a menudo que el verdadero "poder" no reside en el que tiene fuerza y la utiliza para aplastar, sino en el que sabe perdonar y no responder a la violencia con violencia.

2 de septiembre de 2021 - Jueves de la 22ª semana del tiempo ordinario

Col 1:9-14; Lc 5:1-11

Homilía

           "Dejando todo, lo siguieron".  Esta última frase nos da obviamente la clave para entender la perícopa que acabamos de escuchar.  No podemos apegarnos a Jesús sin desprendernos de todo lo demás.  No podemos seguirle sin abandonar todo lo que pueda retenernos en otro lugar.  Lucas, al principio de su Evangelio, quiere mostrar cómo los Apóstoles, y Pedro en particular, hicieron esta ruptura radical.

           Pero, ¿qué abandonaron exactamente?  Mateo dice: "dejando su barca y a su padre, le siguieron".  Marcos añade los trabajadores "dejando su barco, su padre y sus trabajadores". Lucas, siempre más radical, dice simplemente: "dejando todo".  Este "todo" significa mucho más que las propiedades materiales.  Significa en primer lugar una profesión (para los apóstoles, su profesión de pescadores), luego un lugar en la sociedad, un papel que desempeñar.  Todo aquello por lo que una persona se identifica normalmente en la sociedad.

           Cuando entramos en el monasterio dejamos todo lo que teníamos.  Pueden ser muchas cosas o pocas.  También dejamos nuestra familia de origen y renunciamos a formar nuestra propia familia.  Y luego, a medida que avanzamos en esta vida monástica, descubrimos que hay otra renuncia, más importante y más difícil, que siempre hay que volver a hacer; aquella de la que habló el propio Jesús cuando dijo: "El que no renuncia a sí mismo no puede ser mi discípulo".  En qué consiste eso de renunciar a uno mismo?  En primer lugar, significa renunciar a todas las cosas con las que nos identificamos, para ir descubriendo nuestra verdadera identidad, el "nombre" que Dios nos ha dado. 

           Aunque es bastante diferente en la psicología femenina que en la masculina, la renuncia que más cuesta, y la que sutilmente se nos escapa más a menudo, es la renuncia a encontrar nuestra identidad en lo que hacemos, en el papel que podamos tener en la sociedad o en la comunidad.  Sea cual sea nuestro papel, ya sea la responsabilidad de un sector importante de la vida comunitaria o el de tercer ayudante del basurero, nuestra tentación es siempre encontrar nuestra importancia e incluso nuestra identidad en lo que hacemos, en los servicios que "generosamente" prestamos a la comunidad. 

           Dios toma entonces diversos medios para desprendernos de estas falsas identificaciones, para llevarnos a nuestra verdadera identidad.  Puede ser que las exigencias de la vida comunitaria requieran cambios de trabajo, o que fracasemos en lo que se nos ha pedido y tengamos que ser sustituidos, o que la enfermedad nos incapacite para hacer aquello para lo que fuimos valorados, o que la edad nos obligue a dejar un servicio tras otro que hemos realizado con gran dedicación y satisfacción.  Hay un proceso constante y gradual de despojamiento que dura toda nuestra vida y nunca termina, y que puede asustarnos fácilmente.  Porque cuando nos despojamos de todas las cosas con las que nos identificamos, nos queda nuestra identidad, el "yo" que tenía esas cosas y ya no las tiene, que hacía esas cosas y ya no las hace, que tenía ese título y ya no lo tiene.  Lo único que nos queda es el "nombre" que Dios nos ha dado, el nuevo nombre que recibimos en la orilla del lago cuando dejamos allí nuestra barca.  Y entonces Jesús nos dice a cada uno de nosotros, como a Pedro: "No tengas miedo".

   

30 de agosto de 2021 - Lunes de la 22ª semana de agosto
1 Tes 4-13-17; Lucas 4:16-30
  
Homilía 
 
Después de su bautismo por Juan, Jesús pasó 40 días en el desierto, tras lo cual decidió no comenzar su ministerio en Jerusalén, que era el centro del judaísmo, sino en la remota provincia de Galilea, de donde procedía.  Entonces comenzó a predicar en la sinagoga de la principal ciudad de aquella provincia, Cafarnaúm.  Después de un exitoso primer día de predicación y curación, se retiró de nuevo al desierto para pasar una noche de oración, durante la cual decidió dejar la ciudad de Cafarnaúm e ir a predicar a los pequeños pueblos y aldeas de la Galilea rural.  Esto le llevó a la ciudad donde había crecido, Nazaret.  Fue a la sinagoga, donde le presentaron el rollo de las Escrituras y leyó el texto de Isaías: "Yo te he enviado".  Entonces dijo: "Hoy se cumplen estas palabras de la Escritura en vuestra presencia".  

1 de septiembre de 2021 - Miércoles, 22ª semana del tiempo ordinario

Co 1:1-8; Lc 4:38-44

Homilía

          En esta vigésima segunda semana del tiempo ordinario, retomamos dos libros de la Sagrada Escritura.  El lunes empezamos a leer el Evangelio de Lucas, y hoy la primera lectura de la carta de Pablo a los Colosenses.  Esta Carta de Pablo a los Colosenses forma parte de las llamadas Cartas de la Cautividad.  Es, por tanto, una obra que se sitúa en el periodo de madurez del pensamiento espiritual del Apóstol.

29 de agosto de 2021 - 22º domingo "B

Dt 4:1-2.6-8; St 1:17-18.21b-22.27; Mc 7:1-8.14-15.21-23

Homilía

            Cada una de las tres lecturas que acabamos de escuchar nos invita a escuchar la Palabra de Dios y a dejar que dé fruto en nosotros.