21 de Junio de 2021 – lunes de la 12ª semana ord. 

Homilía 

          La narración de la vocación de Abrahán, que hemos oído en la primera lectura,  es un texto fundamental para la espiritualidad monástica.  Sobre todo, es fácil establecer un paralelo entre la peregrinación de Abrahán y la fundación de Císter.  

 

          El padre de Abrahán había nacido en Ur, en Caldea (Gen. 11,31) y se había establecido en Harán, mucho más al Norte.  Haber nacido en Ur quería decir pertenecer a la cultura más desarrollada del tiempo.  Ahora bien, ese desarrollo y los conflictos que había ocasionado, provocó un importante movimiento de migración hacia el Norte durante el siglo 17 antes de Cristo. El Padre de Abrahán y su familia habían sido llevados por eso movimiento migratorio y se habían establecido en Harán, a 1,500 kilómetros al Norte de Ur.  Era en los confines de la civilización sumeria a la cual pertenecía Ur.  Ir más allá significaba cambiar de cultura.

          Abrahán pertenecía entonces a una primera generación de inmigrantes en Harán.  Y sabemos que una primera generación de inmigrantes en un país nuevo necesita siempre estabilidad y seguridad para poder enraizarse.  Ahora bien, Abrahán recibe de parte de Dios la llamada a abandonar esa estabilidad y esa seguridad y a aventurarse más allá de las fronteras de su cultura – una llamada a embarcar en un viaje hacia lo desconocido, sin alguna otra seguridad que la palabra de Dios.  Aceptó esa palabra y esa es la razón por la cual es llamado padre de todos los creyentes.  “Salió sin saber donde iba” – en la fe.

          Nuestros Padres de Císter, Roberto, Alberico  y Esteban vivieron esa pobreza absoluta de la fe, esa espiritualidad del Exordio. La vida en el primer Císter era muy pobre, materialmente;  sin embargo había una pobreza mucho más radical en el hecho de dejar Molesme.  Habían dejado no solamente una grande abadía bien organizada, con ricos protectores y grandes propiedades terrenas, sino también – y sobre todo – habían dejado la seguridad de una forma de vida monástica respetable, reconocida y estimada por todos.  Se lanzaban en tierra desconocida, mirando a la nube para saber donde parar y poner su tienda.

          En nuestros días, muchos monasterios, sobre todo en las Iglesias jovenes, viven una grande inseguridad material. Hay sin embargo otra forma de pobreza que muchas comunidades viven y vivirán probablemente durante mucho tiempo.  Es la pobreza que Cister conocía antes de la venida de Bernardo y sus compañeros. Es una pobreza que consiste en no tener un porvenir claro y cierto desde el punto de vista humano – en estar totalmente en las manos de Dios.  Sobre todo es el hecho de pertenecer a un monacato en evolución, en una Iglesia en evolución, en una sociedad que esta buscando sus fundamentos.

          Vivir con la consciencia de esa vulnerabilidad es probablemente la forma principal de pobreza que se nos llama a vivir hoy.  Si la vivimos en la paz y la serenidad, eso será probablemente, si Dios quiere, el punto de partida de una nueva vitalidad para todas las casas de nuestra Orden.  Será también un modo de vivir en solidaridad con los millones de personas que hoy viven la inseguridad de la falta de trabajo y del destierro.