14 de julio de 2021 - Miércoles de la 15ª semana impar
Ex 3:1-6. 9-12; Mt 11:25-27
HOMILÍA
El Evangelio que acabamos de leer (y que forma un todo con el que leeremos mañana) incluye algunos puntos de contacto con el Magnificat de la Virgen María, que son muy interesantes y sumamente reveladores.
Cuando Jesús da gloria a su Padre por haber revelado a los pequeños las cosas ocultas a los sabios, los pequeños de los que habla son sus discípulos. Y estos no eran niños ingenuos. Eran hombres adultos que conocían los caminos del mundo: Mateo, el recaudador de impuestos, sabía cómo hacer dinero; Judas, el zelote, conocía el arte de la guerra de guerrillas; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores que sabían cómo guiar su barca en el lago y echar la red. Habían renunciado a todo para convertirse en seguidores de Jesús. Cuando Jesús les invita -y nos invita a nosotros- a la sencillez de corazón, no nos está invitando a una actitud infantil o a un tipo de espiritualidad infantil. Nos invita a una forma muy exigente de pobreza de corazón. Nos invita a seguirle como discípulos suyos y, por tanto, a renunciar a todas nuestras fuentes de seguridad, y especialmente a nuestro afán de poder, del mismo modo que sus discípulos habían renunciado a todo para seguirle.
Del mismo modo, Moisés, después de haber sido poderoso en la casa del Faraón en Egipto, se convirtió en un fugitivo en el desierto; y cuando recibe de Dios la misión de liberar a su pueblo, exclama: "¿Quién soy yo (para realizar tal cosa)?" Y Dios no le responde que lo hará poderoso, sino que simplemente le dice: "Yo estaré contigo".
La gran característica del niño es su impotencia. El niño puede ser, a su manera, tan inteligente, cariñoso, etc. como un adulto. Pero como aún no ha acumulado conocimientos, posesiones materiales y relaciones sociales, es impotente. En cuanto nos hacemos adultos, queremos ejercer el poder y el control: sobre nuestra propia vida, sobre otras personas, sobre las cosas materiales y, a veces, incluso sobre Dios. Esto es lo que Jesús nos pide que dejemos cuando nos pide que seamos como niños pequeños.
Un ejercicio útil de autoconocimiento podría ser examinar las diversas formas en que se expresa nuestro afán de poder en diferentes aspectos de nuestra vida, y cómo defendemos ese poder. Contemplemos, pues, a nuestro Señor, que no vino como un poderoso rey en su trono, sino como un humilde e impotente profeta sobre un asno.
Contemplemos también la humildad de su santísima sierva, su madre, y, como ella, cantemos con renovada alegría y esperanza: "Derriba a los poderosos de sus tronos, enaltece a los humildes. Y que un día podamos cantar juntos a través de los tiempos: "Bendito sea el Dios de Israel, porque ha mirado la humildad de sus siervos y de sus siervas".
Armand Veilleux