1 de agosto de 2021 - 18º domingo "B

Ex 16:2...15; Ef 4:17-24; Jn 6:24-35

Homilía                                

            Existe una distinción, a veces sutil pero importante, entre fe y superstición.  La superstición consiste en ver intervenciones extraordinarias y milagrosas de Dios en todo lo que no podemos explicar.  La fe consiste en creer que Dios es nuestro padre, que es el dueño de todo y de todos, y que, por tanto, todas las manifestaciones de su creación son, en última instancia, manifestaciones de su amor.

 

            La Biblia no pretende ser un tratado de ciencias naturales.  Por eso, cuando leemos un texto como el de la entrega del maná en el Éxodo, es posible reconocer un fenómeno que se puede explicar de forma natural.  Sin embargo, esto no cambia el significado del relato bíblico.  El significado de este fenómeno para el autor bíblico es que fue percibido por los Judíos como una manifestación del cuidado divino hacia ellos.

            En el Evangelio, cuando los Judíos siguen a Jesús porque ha hecho señales y en su superstición quieren ver más señales, o simplemente, después de la multiplicación de los panes, porque todavía quieren comer, Jesús les recomienda que consigan no sólo el pan material sino el pan que dura para la vida eterna.  Ahora bien, este pan espiritual es la fe que nos permite hacer las obras de Dios, es decir, lo que Dios ha mandado.

            El Padre nos amó tanto que nos dio a su Hijo.  ¿Y qué hemos hecho con él?  Nos creó a su imagen y semejanza; ¿y qué hemos hecho con esa imagen en nosotros mismos y en los demás? 

            A nosotros, que tenemos comida -tanto el pan natural como el pan de la palabra de Dios-, Jesús nos recuerda que también debemos dar a los que no tienen.  Debemos compartir el pan eucarístico y el de la Palabra de Dios, a través de nuestra vida; es decir, transmitir en nuestra vida lo que recibimos en esta celebración eucarística; pero también dar de nuestros bienes materiales a los que no tienen, siguiendo el ejemplo de Cristo que se despojó de todo para darse a nosotros.  Su llamamiento resuena con especial fuerza en un mundo como el nuestro, donde hoy una cuarta parte de la humanidad padece hambre o malnutrición.

            En este Evangelio, Jesús invita a la multitud -y, por tanto, también a nosotros- a pensar no sólo en el alimento material, sino en Aquel que lo da.  Y cuando los Judíos le piden que les dé el "pan de vida" del que habla, responde: "Yo soy el pan de vida", una fórmula tan poderosa y reveladora como "Yo soy la luz del mundo" o "Yo soy el buen pastor".

            No vivamos ya como en el Antiguo Testamento, esperando que todo caiga del cielo como el maná.  Más bien, vivamos como en el Nuevo Testamento, dándonos generosamente unos a otros, como Jesús se dio a sí mismo a nosotros y por nosotros.