7 de agosto de 2021 -- Sábado de la 18ª semana del tiempo ordinario
Deut. 6:4-13; Mat 17:14-20
Homilía
Algún tiempo antes, Jesús había enviado a sus discípulos en una misión, con el mandato y la autoridad de enseñar la buena nueva, sanar a los enfermos y expulsar a los demonios. Habían regresado alegres y orgullosos de que incluso los demonios les obedecieran. En el Evangelio de hoy vemos una de sus primeras derrotas, y también podemos ver lo que podríamos llamar la pedagogía de Jesús.
Cuando Jesús los envió a su misión, no parece haberles dado muchas explicaciones o indicaciones. Se limitó a decirles lo que tenían que hacer y, sobre todo, les insistió en la actitud que debían tener: una actitud de gran desprendimiento y pobreza, pues no debían llevar nada más que lo estrictamente necesario, es decir, lo que llevaban encima.
No parece que los discípulos se hayan jactado ante Jesús de no haber podido expulsar a los demonios en algunos casos. Fue el padre de un joven endemoniado quien llevó a su hijo a Jesús, rogándole que lo liberara. Simplemente añade, sin insistir: "Lo llevé a tus discípulos, y no pudieron liberarlo". No percibimos en estas palabras un tono de reproche, sino simplemente la fe en el poder mayor de Jesús.
Entonces los discípulos, sin duda un poco avergonzados, se acercan a Jesús y le preguntan: "¿Por qué no hemos podido...?" Jesús no les reprocha ni que no tengan éxito ni que no denuncien su fracaso. Simplemente señala que la razón es que " vuestra fe es débil". Y sabemos que en el mismo relato del Evangelio de Marcos, Jesús responde que este tipo de demonio sólo puede ser expulsado mediante la oración y el ayuno. Esto es una indicación del estrecho vínculo entre la fe y la oración.
La pedagogía de Jesús consiste en dejar que sus discípulos den los primeros pasos con un mínimo de instrucción, y luego analizar con ellos por qué no lo han conseguido, al tiempo que les recomienda dar gloria a Dios cuando lo han conseguido. Así es como Dios trata con nosotros. Nosotros también debemos aprender a lidiar con nuestros fracasos, así como con nuestros éxitos. Nuestros éxitos no deben enorgullecernos, sino llevarnos a dar gloria a Dios. Nuestros fracasos no deben hacernos sentir abatidos o desanimados. Simplemente deberíamos acudir a Jesús y decirle, como los discípulos del Evangelio de hoy, "¿Cómo es que no lo he conseguido? Entonces nos hará comprender.
Armand Veilleux