11 de agosto de 2021 - Miércoles de la 19ª semana impar

Dt 34:1-12; Mt 18:15-20

Homilía

           Cuando vemos que alguien actúa de una manera que no nos parece correcta, y especialmente cuando pensamos que alguien nos ha ofendido personalmente o ha sido injusto con nosotros, nos vemos fácilmente abocados a erigirnos en justicieros de Dios. Entonces, seguimos viviendo en el Antiguo Testamento, como el profeta Elías, que mató a los 450 profetas de Baal antes de su encuentro con Dios en el monte Horeb, o como Pablo llevando a los cristianos a la muerte antes de su camino a Damasco.  El mensaje de Jesús es muy diferente.

 

           Jesús nos da pasos claros a seguir en el ejercicio de la corrección fraterna, que sigue siendo una exigencia de la vida cristiana.  Si un hermano nos ha agraviado, lo primero que hay que hacer es acudir a él y hablarlo, en lugar de darlo a conocer a todos los demás.  Si hacemos pública su maldad, entonces estamos pecando contra él.  Si nuestro hermano nos escucha, le hemos liberado de la carga de su culpa y todo termina ahí.  Si no quiere escucharnos, todavía no podemos hacer un caso público.  En cambio, debemos pedir a otro hermano que sea testigo entre nosotros.  Si esto no funciona, entonces -y sólo entonces- debemos involucrar a la Iglesia, es decir, a la comunidad.  Y si no quiere atender a razones, es él quien se separa de la comunión de los hermanos.

           Prestemos especial atención, en el texto que acabamos de leer, a lo que dice Jesús sobre el poder de atar y desatar.  No se trata aquí del poder sacramental del perdón de los pecados, confiado a los Apóstoles, ya que Jesús se dirige a todos sus discípulos.  Simplemente quiere decir que cuando perdonamos a nuestro hermano, cuando confiamos en él y creemos que es mejor que lo que ha demostrado en tal o cual acto, o al menos creemos que es capaz de cosas mejores, lo desligamos; es decir, le damos la capacidad de ser otro y de crecer.  Cuando, por el contrario, nos negamos a perdonarlo, cuando creemos que nuestro hermano no puede cambiar y lo identificamos con el recuerdo negativo que tenemos de él, entonces le impedimos crecer, lo mantenemos atado a su pasado.  Este es un poder terrible que tenemos, y del que Jesús nos advierte.

           La mención --al final de este evangelio-- de la oración hecha por dos o tres no está fuera de contexto.  De hecho, los Padres del Desierto estaban convencidos de que cuando alguien ha pecado, se ha alejado de Dios y sólo puede recibir el don de la conversión de Dios.  Pero como se ha alejado de Dios, necesita que sus hermanos, que han seguido siendo amigos de Dios, recen con él para obtener esta gracia.

           Oremos, pues, juntos unos por otros, pidiendo sobre todo la gracia de poder perdonar y de desatarnos mutuamente de todas las ataduras que puedan impedirnos ir alegremente hacia Dios.