16 de agosto de 2021, lunes de la 20ª semana del año impar
Jueces 2:11-19; Mateo 19:16-22
Homilía
En el Prólogo de su Regla, San Benito, en una escena simbólica, describe a Dios pasando por la plaza pública y preguntando: "¿Quién es el que desea la vida?" El monje para el que Benedicto escribe su Regla es obviamente el que responde: "¡Soy yo!" Y al final de la Regla, en la conclusión del capítulo 72, que es el último capítulo escrito por Benito (el capítulo 73 había sido escrito antes como conclusión de la Regla en su primera forma), recomienda que "no prefiramos nada en absoluto a Cristo; que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna".
Hay algo parecido en el Evangelio que acabamos de leer. El hombre que habla con Jesús le hace una pregunta verdaderamente importante que está en el corazón de todo ser humano: "¿Cómo puedo poseer la vida eterna?
Jesús le recuerda el núcleo central de la Ley. Observemos de paso que omite los primeros preceptos del Decálogo que se refieren a Dios y cita sólo los que se refieren al prójimo, dejando así claro que la vida eterna que le interesa no es una vida después de la muerte que se pueda ganar por los méritos de las acciones, sino el "reino de Dios" que ya ha comenzado aquí abajo en la justicia y la caridad. El hombre parece un poco picado por la respuesta de Jesús y, al estilo fariseo, añade: "Todo esto lo he hecho desde mi juventud."-- He guardado toda la Ley. Tengo una buena conciencia. Y también añade esta pregunta, probablemente bastante retórica: "¿Qué más puedo hacer? Esta actitud legalista es fustigada por Jesús, que añade: "Sólo te falta una cosa: ve, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres... y luego ven y sígueme".
La vida eterna es un regalo de Dios. Sin embargo, para recibir este regalo, uno debe crear un vacío dentro de sí mismo que anhela ser llenado. El historiador judío Josefo cuenta que el general romano Pompeyo, tras capturar Jerusalén en el año 63 a.C., entró en el Santo de los Santos del Templo con sus ayudantes y no encontró nada, absolutamente nada. Esta era la forma judía de representar la naturaleza inefable de Yahvé. Asimismo, los místicos siempre han considerado este vacío, esta "nada", como una disposición necesaria para ser transformado en Dios, para ser salvado.
Jesús repitió este mensaje en otras ocasiones, utilizando muchas figuras: "En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto."
Cuando Jesús, de camino a Jerusalén, dice al aspirante a discípulo: "ven y sígueme", le invita a compartir este misterio pascual. Pero esto presupone la renuncia a todos los apegos y deseos. Ya lo había mencionado a los demás discípulos: nada de oro, plata o cobre en vuestros cinturones, ni bolsa para el día, ni túnica de repuesto, ni sandalias, ni bastón.
Esta historia trata de Jesús llamando a un hombre por su propio nombre. Siempre llama a todos por su nombre. Cada uno de nosotros tiene que descubrir cuál es exactamente su llamada personal. Pero como todos estamos llamados a la salvación, también estamos llamados a lograr alguna forma de auténtico desprendimiento de corazón.
En primer lugar, hay que recordar que, en este momento del Evangelio, Jesús se enfrenta a una creciente incredulidad y oposición por parte de los Judíos y se dirige a Jerusalén, donde será condenado a muerte, como ya ha anunciado en más de una ocasión. Debemos recordarlo para entender lo que significa su invitación: "Ven y sígueme".