2 de septiembre de 2021 - Jueves de la 22ª semana del tiempo ordinario
Col 1:9-14; Lc 5:1-11
Homilía
"Dejando todo, lo siguieron". Esta última frase nos da obviamente la clave para entender la perícopa que acabamos de escuchar. No podemos apegarnos a Jesús sin desprendernos de todo lo demás. No podemos seguirle sin abandonar todo lo que pueda retenernos en otro lugar. Lucas, al principio de su Evangelio, quiere mostrar cómo los Apóstoles, y Pedro en particular, hicieron esta ruptura radical.
Pero, ¿qué abandonaron exactamente? Mateo dice: "dejando su barca y a su padre, le siguieron". Marcos añade los trabajadores "dejando su barco, su padre y sus trabajadores". Lucas, siempre más radical, dice simplemente: "dejando todo". Este "todo" significa mucho más que las propiedades materiales. Significa en primer lugar una profesión (para los apóstoles, su profesión de pescadores), luego un lugar en la sociedad, un papel que desempeñar. Todo aquello por lo que una persona se identifica normalmente en la sociedad.
Cuando entramos en el monasterio dejamos todo lo que teníamos. Pueden ser muchas cosas o pocas. También dejamos nuestra familia de origen y renunciamos a formar nuestra propia familia. Y luego, a medida que avanzamos en esta vida monástica, descubrimos que hay otra renuncia, más importante y más difícil, que siempre hay que volver a hacer; aquella de la que habló el propio Jesús cuando dijo: "El que no renuncia a sí mismo no puede ser mi discípulo". En qué consiste eso de renunciar a uno mismo? En primer lugar, significa renunciar a todas las cosas con las que nos identificamos, para ir descubriendo nuestra verdadera identidad, el "nombre" que Dios nos ha dado.
Aunque es bastante diferente en la psicología femenina que en la masculina, la renuncia que más cuesta, y la que sutilmente se nos escapa más a menudo, es la renuncia a encontrar nuestra identidad en lo que hacemos, en el papel que podamos tener en la sociedad o en la comunidad. Sea cual sea nuestro papel, ya sea la responsabilidad de un sector importante de la vida comunitaria o el de tercer ayudante del basurero, nuestra tentación es siempre encontrar nuestra importancia e incluso nuestra identidad en lo que hacemos, en los servicios que "generosamente" prestamos a la comunidad.
Dios toma entonces diversos medios para desprendernos de estas falsas identificaciones, para llevarnos a nuestra verdadera identidad. Puede ser que las exigencias de la vida comunitaria requieran cambios de trabajo, o que fracasemos en lo que se nos ha pedido y tengamos que ser sustituidos, o que la enfermedad nos incapacite para hacer aquello para lo que fuimos valorados, o que la edad nos obligue a dejar un servicio tras otro que hemos realizado con gran dedicación y satisfacción. Hay un proceso constante y gradual de despojamiento que dura toda nuestra vida y nunca termina, y que puede asustarnos fácilmente. Porque cuando nos despojamos de todas las cosas con las que nos identificamos, nos queda nuestra identidad, el "yo" que tenía esas cosas y ya no las tiene, que hacía esas cosas y ya no las hace, que tenía ese título y ya no lo tiene. Lo único que nos queda es el "nombre" que Dios nos ha dado, el nuevo nombre que recibimos en la orilla del lago cuando dejamos allí nuestra barca. Y entonces Jesús nos dice a cada uno de nosotros, como a Pedro: "No tengas miedo".