15 de septiembre de 2021 - Nuestra Señora de los Dolores
1 Cor 10:14-22; Juan 19:25-27
Homilía
Ayer celebramos el misterio de la Exaltación de la Cruz Gloriosa. Hoy celebramos a María de pie, llena de dolor -dolor de madre- junto a esa Cruz donde muere su Hijo.
La Cruz, escándalo para los Judíos y locura para los paganos, es símbolo y fuente de salvación para todos los que tienen fe. Para los cristianos, es la Cruz de Cristo resucitado. Nunca celebramos a un Cristo muerto. Celebramos a un Cristo que murió por nosotros y resucitó y ahora se sienta con nuestra humanidad a la derecha del Padre. Sabemos que, igualmente, María, su Madre, ha sido asunta al cielo y está allí con su Hijo. Sin embargo, no olvidamos que Jesús pasó por el sufrimiento y la muerte y que María le acompañó en este camino de dolor.
La Carta a los Hebreos nos permite vislumbrar la pasión y el dolor de Jesús y María. Dice: "Aun siendo Hijo, aprendió la obediencia por medio de lo que padeció; y habiendo sido perfeccionado, se convirtió en fuente de salvación para todos los que le obedecen".
Para Jesús, la aceptación de la Cruz estaba implícita en su primer "Aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad"; y para María, la aceptación de todos sus sufrimientos, ocasionados por la Cruz de su Hijo, era una consecuencia lógica de su primer "Fiat".
La obediencia es un sacrificio que agrada a Dios porque es la forma más perfecta de amor. Y esto nos recuerda uno de los aspectos más importantes de nuestra vida monástica. En esta vida monástica podemos encontrar muchas formas de sufrimiento. Puede ser físico como resultado de una enfermedad, espiritual como resultado de conflictos internos, emocional o afectivo, como resultado de malentendidos, etc. Pero, por último, el modo más constante e importante en que participamos en los sufrimientos de Cristo es a través de nuestra obediencia diaria: "aun siendo Hijo, aprendió la obediencia por medio de lo que padeció, y habiendo sido perfeccionado, se convirtió en fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen".
San Benito, al principio de su Regla, dice que la escribió para aquellos que, habiéndose alejado de Dios por la pereza de la desobediencia, quieren volver a él por el esfuerzo de la obediencia. Todo lo que hacemos en el monasterio: la oración, el trabajo, la lectio, etc., lo podríamos hacer fuera en el mundo. La vida monástica consiste en hacer todo esto en comunidad, bajo una regla común y un abad o abadesa (que es la definición que la Regla da de la vida cenobítica).
La obediencia es siempre, en última instancia, obediencia a Dios. Pero en nuestra vida monástica se realiza y se manifiesta en la obediencia a una regla común y a un superior que, por esta razón, es visto por Benito como un sacramento de la presencia de Cristo en la comunidad. Son simples mediaciones para descubrir la voluntad de Dios; pero siempre, al final, sólo se obedece a Dios. Y a través de todas las manifestaciones cotidianas de lo que Benedicto llama el "trabajo de la obediencia", nos unimos a Cristo y a su Madre que, habiendo pasado por el sufrimiento, están ahora a la derecha de Dios Padre.
Armand VEILLEUX