3 de octubre de 2021 -- 27º domingo "B

Génesis 2:18-24; Hebreos 2:9-11; Marcos 10:2-16

Homilía

          La sexualidad es una dimensión tan esencial de la naturaleza humana, y la relación entre el hombre y la mujer tiene tal influencia en el desarrollo de cualquier sociedad, especialmente a través de la procreación de hijos e hijas, que todas las sociedades han desarrollado códigos muy rígidos en relación con el ejercicio de la sexualidad.  Incluso en sociedades que consideramos primitivas y que parecen ser muy tolerantes en este ámbito, la regulación del ejercicio de la sexualidad mediante diversos tipos de tabúes y convenciones sociales es muy fuerte.  Todo ello formaba parte del desarrollo de la raza humana hacia su completa humanización.  La Ley de Moisés y su interpretación por parte de varias generaciones de rabinos fue una etapa de este proceso humano -- bajo la inspiración del Espíritu de Dios.

 

          Cualquiera que lea la Biblia con una mentalidad fundamentalista tendrá grandes dificultades para formular una enseñanza bíblica coherente sobre la sexualidad y el matrimonio.  Más bien, a primera vista, uno parece encontrar una variedad de enseñanzas incoherentes.

         

          Un texto como la descripción de la creación en los capítulos 2 y 3 del Génesis considera la diferencia entre los sexos desde un punto de vista masculino, viendo a la mujer como una mera ayudante del hombre, mientras que el Cantar de los Cantares describe una hermosa relación de amor entre dos personas igualmente autónomas.  Algunos textos cantan la bendición de Dios sobre los patriarcas -una bendición que se manifiesta en la numerosa descendencia de varias esposas y concubinas- mientras que otros textos imponen la monogamia como ley divina. La Ley de Moisés permitía a un hombre despedir a su mujer por varias razones, no sólo cuando era adúltera, sino también -y especialmente- cuando no le daba los hijos que él esperaba.  Jesús, por el contrario, afirma la indisolubilidad del matrimonio.  Pero más allá de todas estas aparentes contradicciones, en realidad sólo hay una doctrina; pero una doctrina que crece gradualmente a medida que los hombres crecen en humanidad.  Y esta doctrina encuentra su expresión final en Jesús.

          Sin embargo, es importante tener mucho cuidado de no perder el sentido de este texto evangélico que acabamos de leer.  En esto, como en todo lo demás, Jesús no se limita a adaptar la antigua ley.  Tampoco formula una nueva ley, más exigente, más rígida que la anterior.  Más bien, sitúa la cuestión en un nivel completamente diferente.  Ya no es una cuestión de ley, es una cuestión de relación, es decir, de amor.

          En la Ley de Israel, había muchas circunstancias en las que, según la interpretación común, un hombre podía -y en algunos casos incluso debía- despedir a su mujer; esto era en muchos casos una verdadera injusticia para la mujer.  Jesús ni siquiera acepta dar una interpretación de esta ley.  Más bien, obliga a sus interlocutores a comprender el diseño original de Dios cuando creó a los seres humanos, hombre y mujer, a su imagen y semejanza.  Su intención era llamarlos a participar en su propia naturaleza, es decir, en el amor. Dios es amor.  Dejarán a su padre y a su madre y se unirán entre sí, y serán uno, como Dios es uno.  Puesto que es el amor lo que los une, y Dios es amor, lo que los une es, por su propia naturaleza, eterno.

          Por eso la lección de este texto va mucho más allá de recordar la indisolubilidad del matrimonio. La lección es que toda relación humana es una alianza que, por su propia naturaleza, tiene una dimensión de eternidad.  Es eterno en el sentido de que cuando entro en una relación con una persona o una comunidad, pase lo que pase, no puedo borrar el pasado, no puedo hacer que la relación no exista.  La relación puede cambiar.  El amor puede convertirse en indiferencia e incluso, por desgracia, en algunos casos, en odio.  Pero no puede no haber existido, y conserva todos sus requisitos.

         

          Tanto si estamos casados como si somos solteros, este Evangelio nos ofrece a todos el mismo mensaje.  En nuestra vida asumimos constantemente muchos compromisos.  Toda relación humana es un compromiso.  Todo incumplimiento de un compromiso de este tipo es un pecado contra Dios, no porque hayamos infringido una ley o roto un contrato, sino porque, al ser infieles a un compromiso, estamos tratando de abrogar lo que es eterno por naturaleza.  Toda relación auténtica es una forma de amor; y el amor es eterno.

          La mayoría de los problemas de la sociedad moderna -divorcio, aborto, guerra- sólo pueden resolverse generando más amor e impregnando de amor las estructuras sociales y económicas de nuestra sociedad.  El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, no duda en introducir todo un capítulo sobre el lugar del amor en la política. Siempre hay gente que piensa que todos los problemas relativos al divorcio se resolverán con una legislación más estricta, o que los problemas relativos al aborto también se resolverán de forma jurídica, poniendo la etiqueta de "criminal" a las personas implicadas. O que los problemas de infidelidad a los votos religiosos o a los compromisos sacerdotales se resuelvan dificultando la obtención de la dispensa...  Evidentemente, estas soluciones pueden dar buena conciencia a quienes no se enfrentan a estas situaciones.  Pero la respuesta de Jesús es mucho más sencilla y también más eficaz.  Su respuesta, para resumirla en pocas palabras, es: "¡Nunca olvides las exigencias del amor!".