23 de octubre de 2021 - Sábado de la 29ª semana (años impares)
Romanos 8:1-11; Lucas 13:1-9
Homilía
En nuestros días hay tantos accidentes y catástrofes como los mencionados en la primera parte de este Evangelio que no creo que nadie se incline a pensar que las víctimas de estos sucesos son pecadores a los que Dios quería castigar. Quizá seamos más proclives a decir, cuando nos ocurre algo malo o grave, "¿Qué le he hecho a Dios para que me pase esto?" Evidentemente, se trata de una forma errónea de imaginar a Dios, para quien el mal no es algo que deba explicarse, sino que debe eliminarse. Así, cuando a Jesús se le presentó un ciego de nacimiento y le preguntaron si había nacido ciego por sus propios pecados o por los de sus padres, Jesús se negó a responder a la pregunta y se limitó a curar al ciego.
La segunda parte del texto evangélico que acabamos de leer nos muestra otro aspecto de la actitud de Dios ante el mal o, al menos, ante la ausencia del bien. Dios es paciente, mucho más que nosotros. En nuestros esfuerzos por adquirir tal o cual virtud de la que carecemos -la paciencia, por ejemplo-, fácilmente llegamos a la conclusión, tras unos cuantos fracasos, de que no tendremos éxito y tiramos la toalla. Por supuesto, lo mismo ocurre con los demás. Después de haberlos visto manifestar tal o cual aspecto de su carácter durante un tiempo, ya no podemos concebirlos como otra cosa, y no vemos el progreso apenas perceptible pero real que están haciendo.
Esto es tanto más grave cuanto que Dios ha querido que nuestro propio crecimiento dependa en gran medida no sólo de su confianza en nosotros y de nuestra confianza en nosotros mismos, sino también de la confianza que los demás tengan en nosotros. Él nos ha dado todo el poder para atar y desatar. Cuando decimos de una persona "así es como es y nunca cambiará", la atamos, la congelamos en el momento presente y le prohibimos crecer. Cuando, a pesar de las apariencias negativas, creemos que cada persona es diferente y fundamentalmente mejor que todas sus acciones, la desatamos y le permitimos crecer, no sólo a nuestros ojos, sino a los suyos y a los de Dios.
Cuando nos desanimemos sobre nuestra capacidad de mejorar en tal o cual área, o sobre la incapacidad de nuestros hermanos y hermanas para hacerlo, ¡démonos a nosotros mismos -y a ellos- otro año, como el viñador de nuestro Evangelio!
Armand VEILLEUX