22 de enero de 2022 -- Sábado de la 2ª Semana "B"
2 Samuel 1,1-4. 11-12. 17. 19. 23-27; Mc 3,20-21
Homilía
Este brevísimo Evangelio no es ciertamente fácil de entender ni de comentar. Hay que recordar que, después de su Bautismo, en Judea, y de su ayuno de 40 días, Jesús decidió volver a Galilea, donde había crecido y donde había vivido con su familia hasta entonces. Los comienzos de su ministerio allí fueron bastante exitosos. Por supuesto, todo el mundo le conocía en Nazaret; y cuando empezó a predicar en la Sinagoga, la gente decía: "¿No es éste el carpintero, el hijo de José?" También en Cafarnaüm acudían multitudes a escucharle y traían a sus enfermos, a los que curaba. Las multitudes de gente corriente y sencilla, le seguían. Pero los escribas y los fariseos ya habían empezado a expresar sus críticas. Ahora es su propia familia la que dice: "¡Ya basta!".
Cuando Jesús empezó a actuar como profeta, le miraron con asombro, pensando que no duraría. Ahora que las multitudes le rodean tanto que no tiene tiempo ni de comer, creen que ha llegado el momento de decirle que deje todo eso y vuelva a casa. En realidad, vienen a "hacerse cargo de él", porque consideran que está fuera de sí. En los versículos siguientes veremos que su madre estaba con ellos. Su madre tenía ciertamente fe en él. Desde el momento en que él le dijo, unos veinte años antes, que debía ocuparse de las cosas de su Padre, ella había estado meditando esas cosas en su corazón. Ella cree, pero probablemente aún no comprende del todo lo que está sucediendo. En cuanto al resto de su familia, el Evangelio dice que ni siquiera ellos creían en él.
Sabemos lo que dirá Jesús cuando le digan que su madre y sus hermanos están fuera y quieren hablar con él. "¿Quiénes son mis hermanos y mi madre?" En el pueblo de Israel, los vínculos con la familia tenían una importancia extrema. Condicionaban toda la vida. Tenías que amar a tu familia y a tu tribu y considerar a todos los demás como enemigos. Jesús, que llama a un amor universal, más allá de los límites de la familia, la tribu y la nación, quiere romper esa posesión, esa dominación de la familia sobre el individuo. "Si no renuncias a tu padre, a tu madre, a tu hermana, a tu hermano, etc., para seguirme, no podrás ser mi discípulo". Vemos en el texto de hoy que esto es precisamente lo que hizo, cuando comenzó su vida pública. Y su familia no lo entendió. Están seguros de que está loco, y acuden a agarrarlo y llevarlo de vuelta a casa.
Los que están llamados a seguir a Cristo no deben sorprenderse si lo que hacen no es comprendido, ni siquiera por los más cercanos y queridos. Cuando llegamos a la existencia, nacemos en una familia. A través de esa familia, si crecemos normalmente, nacemos en la sociedad. Del mismo modo, cuando recibimos la llamada de Cristo, nacemos en el Pueblo de Dios, la Iglesia. Y si tenemos la llamada especial a la vida monástica, nacemos en una comunidad monástica. Esta pertenencia a una nueva familia implica que mantenemos nuestro amor por nuestra familia natural y, especialmente, por las dos personas que nos trajeron al mundo. Pero implica también que nos liberamos del dominio de la familia natural sobre nuestra existencia, para poder abrirnos totalmente al amor universal, a ejemplo de Aquel que dio su vida para hacer una sola familia de todas las naciones.