6 de febrero de 2022 - 5º domingo "C

Is 6,1-8; 1 Cor 15,1-11; Lc 5,1-11

Homilía

          Toda la Biblia, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, es la historia de testigos vivos que dan testimonio de lo que han visto y oído, pero también de su propia experiencia espiritual.  Esta vocación de testimonio era la de todo el pueblo de Israel, llamado a dar testimonio ante las naciones de que Yahvé es el único Dios.  En el pueblo de Israel, ésta fue la vocación de Moisés, David y, sobre todo, de los grandes profetas, que estaban llamados a dar testimonio de su experiencia del Dios vivo en su propia vida y en la del pueblo.

          Ante una misión de este tipo, cada uno reacciona de manera diferente, según su carácter.  Isaías, como acabamos de escuchar en la primera lectura, se ofrece, al menos después de que sus labios hayan sido purificados por el carbón encendido: "Envíame", dice.  Jeremías objeta: "Sólo soy un niño...". Moisés necesita señales que demuestren al pueblo que es realmente Yahvé quien le ha enviado, y trata de evitar esta misión.  Al final, todos obedecen y aceptan su misión; incluso Jonás, aunque se desvía mucho hacia el vientre de la ballena...

          Jesús fue el testigo fiel, que dio testimonio a la humanidad de lo que había visto y oído del Padre, y que dio testimonio del amor que el Padre tiene por él y por nosotros.  Y cuando dio a los Doce su misión, simplemente los puso como testigos de lo que habían visto y oído.

          En el Evangelio de hoy, Jesús se dirige a la multitud y, como ésta le presiona, se sube a una barca y les habla a distancia.  Después de esto, llama a Pedro para que sea su testigo.  El día de Pentecostés, Pedro, dirigiéndose a la multitud, dirá: "Este Jesús... somos sus testigos".  Y cuando Pablo describe su propia misión, dice: "He recibido del Señor el ministerio de dar testimonio de la Buena Nueva".

          Todos los ministerios que se han desarrollado en la Iglesia a lo largo de los siglos, en respuesta a necesidades variadas y cambiantes, son de una u otra manera ministerios de la Palabra.  Al principio sólo estaban los Doce, que actuaron como testigos de la Resurrección y animadores del amor fraterno entre los fieles de Cristo.  Luego, cuando surgieron tensiones entre los helenos y los hebreos, los Apóstoles instituyeron diáconos para servir las mesas, pero éstos se pusieron inmediatamente a proclamar la Palabra.  Tras la primera persecución y la dispersión de los cristianos, Felipe fue a predicar la Palabra en Samaria y luego en Antioquía.  Los Apóstoles enviaron a Pedro y a Juan a Samaria y a Bernabé a Antioquía, de donde trajo a Pablo, el apóstol por excelencia, el testigo de la Palabra que había sido enviado no a bautizar sino a predicar.  Luego se desarrollaron los ministerios de los sacerdotes y los obispos, que son principalmente ministerios de la Palabra.

          En las primeras generaciones cristianas se desarrolló otro nuevo tipo de ministerio de la Palabra: la vida monástica.  Hombres y mujeres se retiraban a la soledad para escuchar la Palabra de Dios; entonces los discípulos acudían a ellos por cientos y miles diciendo: "Abba, dame una palabra".  Entonces aparecieron nuevas formas de vida religiosa, como las de Francisco de Asís y Domingo, liberando la Palabra.

          Hoy, la Palabra sigue necesitando testigos que den cuenta de su esperanza y que sepan proclamar con sus palabras y su vida, o simplemente con su vida, el mensaje central del Evangelio: el mensaje eterno de amor, esperanza y alegría.  La Palabra necesita hombres y mujeres que sepan dar testimonio de su encuentro personal con Dios, que sepan gritar con alegría e incluso con exuberancia: "He visto al Dios vivo, y vivo".

Armand VEILLEUX