7 de febrero de 2022 - Lunes de la 5ª semana del tiempo ordinario

1 Reyes 8:1...13; Mc 6:53-56

Homilía

              El rey David quería construir un templo a Dios.  Con verdadera sencillez y a la vez con cierta arrogancia se dijo a sí mismo, después de haber construido un palacio para sí mismo: "He aquí que yo habito en un palacio y Dios habita en la tienda".  Dios le había dicho a través del profeta: "No serás tú quien me construya un palacio.  Te construiré una casa", es decir, una dinastía.

              Fue Salomón, hijo de David, quien construyó el Templo del Señor. El texto que acabamos de escuchar como primera lectura describe la dedicación de este primer templo en Jerusalén.  El primer elemento de esta dedicación consiste en ir a buscar el Arca de la Alianza -también llamada Arca de la Reunión- que está en Sión, para colocarla en el Templo. 

              Esta historia es muy rica en detalles simbólicos. Sólo anotaré dos.  La primera es la mención de que en el arca no había nada. La primera es la mención de que en el arca no había nada, "salvo las dos tablas de piedra que Moisés colocó en el monte Horeb cuando el Señor hizo la alianza con los hijos de Israel". Esta "nada" es muy importante.  Es cuando vaciamos nuestros corazones, y entramos en ese vacío, que descubrimos la voluntad de Dios para nosotros, es decir, su amor por nosotros, y que el "Encuentro" puede tener lugar.  El segundo símbolo importante en este texto es el de la "nube oscura" en la que reside la gloria de Dios.

              En todas las tradiciones espirituales siempre ha habido dos categorías de místicos: los de la luz y los de la nube o la oscuridad.  A los primeros les fascina todo lo que se puede conocer de Dios; a los segundos, el hecho de que Dios es infinitamente más grande y otro que todo lo que se puede conocer o experimentar.

              En la Nueva Alianza, el Templo de la Antigua Alianza pierde todo su significado y es eclipsado por Cristo, del que sólo era la figura.  Hace tres días, en la fiesta de la Presentación, celebramos el Encuentro entre la humanidad y Dios, en la persona de Jesús, el Verbo encarnado.  El Evangelio que acabamos de leer nos muestra cómo este encuentro trae nueva vida y curación a toda la humanidad herida.  Lo único que tenían que hacer los lisiados era tocar los flecos del manto de Jesús y quedaban curados.  En unos momentos, entraremos en comunión con su cuerpo. Acudamos a él con todas nuestras heridas, confiando en que recibiremos curación y nueva vida

Armand VEILLEUX