13 de febrero de 2022 -- 6º domingo "C

Jer 17:5-8; 1 Cor 15:12...20; Lc 6:17...26

Homilía

            La cuestión de la felicidad y la infelicidad es tan antigua como el mundo.  Desde el principio del Génesis, aparece la desgracia, fruto del pecado, que priva de felicidad al hombre y a la mujer creados a imagen de Dios y que comparten su felicidad eterna.  Maldita la serpiente que les engañó; maldito el suelo sobre el que se arrastra y que tendrán que cultivar para obtener su alimento; maldito Caín, que mató a su hermano y, finalmente, más tarde, malditos todos los que atacan al pueblo que Dios eligió para sí. (Todo el Antiguo Testamento está salpicado de tales "maldiciones").

            Entre los profetas, es Jeremías quien mejor señala la fuente de la desgracia y, por lo mismo, la fuente de la felicidad.  Jeremías vivió en una época de gran sufrimiento para el pueblo de Israel y su propia vida se vio profundamente afectada por ello.  Para él, está claro: la fuente de toda desgracia es no poner la confianza en el Señor, sino poner la confianza en un mortal, un ser de carne, sea quien sea, hasta el punto de alejarse del Señor.  Jeremías yuxtapone una serie de imágenes elocuentes para describir a este desgraciado que ha dejado de poner toda su confianza en Dios: es como "un arbusto en tierra seca".  Habita en "los lugares secos del desierto", o en "una tierra salada e inhabitable".   

            Lógicamente, para Jeremías, el hombre dichoso o feliz (benedictus) es el que pone su confianza en el Señor, de Quien lo espera todo. Es "como un árbol plantado junto a las aguas", cuyas raíces nunca se marchitan, ni siquiera en los años de sequía.    

            Jesús retoma esta enseñanza de Jeremías y de los demás profetas al principio de su predicación.  Este mensaje es tan importante para Lucas que establece cuidadosamente el contexto con arte literario, describiendo lugares, gestos, oyentes y palabras.  Hay un movimiento descendente y una parada; está la montaña y la llanura.  Están los doce y un gran número de discípulos, por no hablar de toda la multitud de gente de toda Judea, de Jerusalén (el centro del culto de Israel) y de la costa de Tiro y Sidón, en la tierra pagana.  Mirando a sus discípulos, les dice: "Bienaventurados los que sois pobres..."; y después de una larga lista de bendiciones, se dirige a los ricos -que no están identificados-: "Desgraciados los que sois ricos...".

            De estas palabras se desprende que los discípulos, a los que Jesús, mirándolos, dijo "Benditos sois", eran pobres, hambrientos, llorosos y ya odiados y rechazados a causa de su nombre.  Por otra parte, vemos que sus perseguidores son ricos y están llenos y que se ríen.  "Desgraciados sois", les dice Jesús.  Como habéis depositado vuestra confianza en estas realidades efímeras, ya tenéis vuestra recompensa -efímera-; no tendréis ninguna otra.

            Este hermoso Evangelio de las Bienaventuranzas, que leemos varias veces a lo largo del año litúrgico, es cada vez una oportunidad para que nos preguntemos en qué, o más bien en quién, hemos puesto nuestra confianza y nuestras expectativas.

            Cristo bajó de la montaña a la llanura antes de decir estas palabras.  Este descenso simbólico recuerda al descrito por San Pablo en su carta a los Filipenses y al que se alude en el pasaje que hemos leído de la carta a los Corintios: Él, el Hijo de Dios, que era igual al Padre, se hizo semejante a nosotros y fue obediente hasta la muerte en la Cruz.  Por eso el Padre le hizo "resucitar"; le resucitó, le dio el Nombre y le hizo sentarse a su derecha.  Cada una de las bienaventuranzas, especialmente en su versión lucana, describen ese movimiento descendente.  Cuando nos atrevemos a aventurarnos en este movimiento descendente, el Padre nos eleva a una vida nueva, fuente de felicidad: "Benditos" somos entonces.  

            Malditos sean los que piensan que pueden evitar este movimiento descendente por medios humanos.  Son infelices, pues nunca conocerán la alegría de "resucitar", de ser "resucitados" por el Padre.  Ya tienen la recompensa con la que están satisfechos. 

            Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana.  Si no resucitamos, porque no hemos "muerto" a nuestras falsas esperanzas, somos infelices.  La verdadera felicidad se nos ha escapado.  ¡Que esto no nos ocurra a ninguno de nosotros!