4 de marzo de 2022 -- Viernes después del Miércoles de Ceniza
Is 58,1-9a; Mt 9,14-15.
Homilía
En las últimas semanas hemos tenido este Evangelio en otro contexto. Fue una serie de discusiones entre los fariseos y Jesús sobre la observancia de la ley. Releyendo estas palabras de Jesús en el contexto de la Cuaresma, evidentemente, lo que más nos llama la atención es la última frase: "Llegarán días en que se les quitará el novio, y entonces ayunarán.
Hay dos formas en las que el Esposo (expresión propia de Jesús) nos es arrebatado. Nos fue arrebatado por Su muerte; y también nos es arrebatado por nuestros pecados que nos separan de Él. En ambos casos, el ayuno vuelve a ser una necesidad.
Hay que tener en cuenta la dimensión social del pecado, tan fuertemente subrayada por el texto de la primera lectura del Libro de Isaías. Jesús, al compararse a sí mismo con un novio y a sus discípulos con los amigos del novio que comparten su alegría y no pueden lamentarse mientras dure la fiesta y el novio no haya partido con su novia, sitúa la relación de sus discípulos con él en un contexto festivo y comunitario. Quien peca, por tanto, no sólo peca contra Dios y su Hijo, sino también contra la comunidad, para la que se convierte --en sentido estricto-- en un perturbador.
Pero el texto de Isaías va más allá, en una perspectiva que Jesús retomará a menudo en el Evangelio y que se repite especialmente en el capítulo 25 de Mateo. Dios se identifica especialmente con los pequeños, los pobres y los necesitados. Lo que hacemos o nos negamos a hacer con ellos, lo hacemos o nos negamos a hacer con Dios.
El ayuno, que no tiene ningún valor en sí mismo, sino un valor simbólico (o sacramental), pierde todo su valor si no existe la realidad que quiere significar. El ayuno quiere significar nuestro dolor por haber sido separados de Dios por el pecado y nuestro deseo de volver a él para recibir su perdón. Pero este gesto carece de sentido si, mientras lo hacemos, seguimos separándonos activamente de Dios al practicar la injusticia con sus hijos privilegiados. "El ayuno que me agrada", dice el Señor, "es éste: afloja las cadenas injustas, suelta el yugo... comparte tu pan con el hambriento, acoge en tu casa al desgraciado sin hogar, etc.".
Y la conclusión del texto de Isaías es muy hermosa, porque implica una inversión de papeles entre Dios y nosotros: si practicamos la justicia de esta manera, nos transfiguraremos ("tu luz brotará como la aurora"), la gloria del Señor nos acompañará. Le llamaremos y Él responderá "Aquí estoy".
Quizá no haya en ningún lugar de las Escrituras una afirmación más fuerte de la dimensión social del pecado y de la dimensión contemplativa de la justicia social.