13 de marzo de 2022 - 2º domingo de Cuaresma "C
Gn 15:5...18; Fil 3:17-4:1; Lc 9:28-36
Homilía
Cuando Jesús, en los momentos importantes de su vida, desea encontrarse con su Padre en intensa oración, se retira a la soledad, yendo a menudo a las montañas. El acontecimiento narrado en el Evangelio de hoy es uno de esos momentos importantes. Jesús estaba más o menos en la mitad de su vida pública. La primera parte de su ministerio había estado marcada por un gran éxito: las multitudes le habían seguido con entusiasmo y esperanza. Poco a poco, esas mismas multitudes lo abandonaron y los dirigentes del pueblo lo querían muerto. Debe elegir con lucidez qué tipo de mesías está llamado a ser. No debe tratar de satisfacer las expectativas de las multitudes sobre él; debe aceptar la muerte antes que comprometer su misión. Esto es lo que le lleva, una vez más, a la montaña para encontrarse con su Padre en oración.
Sin embargo, esta vez -y esto es importante- no va solo. Lleva consigo a tres de sus discípulos, aquellos con los que sabe que puede compartir su experiencia más íntima. Son los mismos que llevará consigo al Huerto de Getsemaní en el momento de su Pasión.
Durante su oración, dice su "Sí" a la voluntad de su Padre. Acepta plenamente su misión, acepta la muerte. Es entonces cuando, en un momento en el que todas las puertas parecen cerrarse, en el que el futuro se le echa encima, en el que las esperanzas humanas se desmoronan, no le queda más que la esperanza desnuda en su Padre. Y se revela su verdadera identidad: "Éste es mi hijo amado", proclama el Padre. Se transfigura. Toda su humanidad se reduce al deseo de su Padre por él. Y como los tres discípulos habían tenido el privilegio de participar en su oración, también se les permite escuchar la revelación de su identidad como Hijo de Dios.
Aquí tenemos algunos de los elementos fundamentales de la vida cristiana y -más particularmente para nosotros los monjes- de la vida monástica. Es una vida de oración en soledad, en la montaña, siguiendo el ejemplo de Cristo y con él. Pero no vamos solos. Como Jesús, llevamos con nosotros a nuestros hermanos, a los que viven con nosotros y celebran con nosotros la alabanza divina cada día, y a todos los que llevamos en el corazón.
¿De qué hablaba Jesús con sus invitados, Moisés y Elías? Hablaba de su muerte, que iba a tener lugar en Jerusalén. También a nosotros, cuando nos visita, Dios nos habla de la muerte, de la muerte a nosotros mismos que es necesaria para que nos dejemos transformar, transfigurar.
Pedro no acaba de entender lo que ocurre y dice: "Maestro, es una suerte que estemos aquí: hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". ¿Qué quieren decir los evangelistas sinópticos cuando afirman, con cierta displicencia, que Pedro "no sabía lo que decía"? Creo que el significado es que Pedro no sabía que no depende de nosotros construir una morada para el Señor. Es Él quien quiere construirse una morada en nosotros.
En el acontecimiento de la Transfiguración hay una revelación no sólo sobre la persona de Jesús, sino también sobre la naturaleza de la vida cristiana. Con demasiada frecuencia queremos hacer de la fe un mero ideal moral, reducir el Evangelio a una mera regla de vida. En realidad, lo importante es que nos dejemos transfigurar, que nos transformemos en la imagen de Cristo, y en todos los elementos de nuestra vida. Para nosotros, como para Jesús, esto ocurrirá de forma más radical y significativa cuando nos enfrentemos a momentos de crisis en nuestra vida: por ejemplo, cuando tengamos que aceptar fracasos cuando habíamos esperado una serie ininterrumpida de éxitos. Aceptar la cruz y el sufrimiento, o la humillación, puede ser también un momento de transformación para nosotros. Entonces, tal vez, tendremos ojos nuevos, ojos puros que nos permitirán ver -ver a Dios- y verlo en cada ser humano.
Cada una de las tres lecturas de esta misa habla de alguna forma de transformación radical. La primera lectura hablaba de la transformación de Abraham, que pasó de ser un colono asentado a un nómada que buscaba la tierra prometida, y de ser un pagano a un adorador del Dios verdadero. La carta de Pablo a los Filipenses habla de la transformación de una vida de pecado a una vida de virtud. Todas estas transformaciones bien podrían llamarse con el nombre que tienen en la tradición cristiana: son conversiones.
La Cuaresma debe ser para nosotros no sólo un breve paréntesis penitencial, sino un tiempo de auténtica y profunda conversión, un tiempo de transfiguración. Debe ser un momento en el que dejemos el personaje que mostramos a los demás, la imagen que hemos construido de nosotros mismos y que queremos que los demás admiren, para aceptar el reto de ser simplemente, ante los demás, quienes somos ante el Dios vivo.
Tal transformación requerirá largas horas de oración solitaria en la montaña. Como un paso en este proceso de transformación, continuemos nuestra celebración de la Eucaristía en la que nos atrevemos a acercarnos a Dios con todas nuestras necesidades, para ser alimentados y reconfortados por la comida y la bebida de su cuerpo y sangre, y por el alimento de nuestra comunión.
Armand VEILLEUX