20 de marzo de 2022 – 3º domingo de Cuaresma "C"

Ex 3, 1...15; 1 Co 10, 1...12;  Luca 13, 1-9 

Homilía

En la memoria colectiva del pueblo de Israel, la salida de Egipto y la travesía del desierto habían quedado como momentos privilegiados de su relación con Dios, y la narración de esos sucesos había ido enriqueciéndose gradualmente con elementos maravillosos.

El pueblo había huido de Egipto atravesando el mar de una manera milagrosa. En el desierto habían sido guiados por una nube milagrosa que los protegía del sol durante el día y les daba luz durante la noche. Cuando se detenía esta nube plantaban ellos sus tiendas y cuando se desplazaba la nube se ponían ellos de nuevo en marcha. A lo largo de su caminar se habían visto alimentados del maná que caía del cielo y del agua que saltaba de una roca una vez que Moisés la golpeó con su vara.

 A todas estas cosas alude Pablo cuando dice en su Carta a los Corintios: “Nuestros antepasados han estado todos bajo la protección de la nube, y todos han atravesado el Mar Rojo…Todos se han alimentado del mismo alimento espiritual y bebido de la misma roca.. Y sin embargo la mayor parte de ellos no han hecho otra cosa que desagradar a Dios…”

 En todo ello nos encontramos con una seria advertencia. Todos hemos sido bautizados y confirmados y hemos recibido otros sacramentos. Recibimos de manera regular la Eucaristía y realizamos sin duda alguna la mayor parte de las cosas que se supone ha de llevar a cabo un buen cristiano o un buen monje. ¿Quiere ello decir que agradamos a Dios? - ¿Cómo responder a esta pregunta? – El Evangelio nos dice que agradamos a Dios si producimos frutos. Y, felizmente para nosotros, nos dice asimismo el Evangelio que Dios es paciente, que siempre está dispuesto a darnos más tiempo, pero que siempre espera frutos de nosotros.

 Toda esta historia de Israel, que es también nuestra historia, y que tuvo sus comienzos con Abraham, alcanza su cumbre espiritual excepcional en el encuentro entre Moisés y Dios, de que nos hablaba la primera lectura. Moisés había sido educado en la corte del Faraón. De Egipto, como un hijo suyo. Había sido destinado a asumir las más altas responsabilidades en la administración del país. Y un día asumió el riesgo de defender a uno de sus hermanos, acto que le había de costar su carrera. Al poco se encontró de nuevo en el destierro, sin futuro, pero plenamente libre porque ya nada tenía que perder. Es entonces cuando sumergiéndose más a fondo en la soledad, se encuentra con Dios. Dios se le revela como un padre amoroso, que ha visto la miseria de su pueblo y quiere liberarle de ella. Se hace posible un diálogo entre Dios y Moisés, porque los dos tienen la misma preocupación. Dios quiere incluso dar a Moisés la misión de liberar a su pueblo. Y es entonces cuando plantea Moisés dos preguntas fundamentales: “¿Quién soy yo?” y “¿Quién eres Tú?” “¿Quién soy yo para que pueda emprender semejante aventura?” y ¿Quién eres Tú, para que pueda decir quién me ha enviado?” A la primera pregunta responde Dios sencillamente: “Estaré contigo” y a la segunda, responde que es “Yo soy”.

 Es el mismo Dios paciente y lleno de misericordia que nos ha revelado Jesús en el Evangelio que esta mañana hemos escuchado. Sería estúpido, e incluso blasfemo, el pensar que los cataclismos que pueden hoy producirse, lo mismo que los que nos narra el Evangelio son castigos divinos. (¡Las revelaciones privadas que nos presentan los cataclismos naturales como si fueran castigos divinos, muestran en su totalidad signos de falta de autenticidad!). Dios es un Dios paciente, que desea que produzcamos nuestros frutos, pero que sabe muy bien que los frutos tienen necesidad de tiempo para crecer y madurar. La Cuaresma nos es ofrecida para que produzcamos el primero de esos frutos, el de la conversión, conversión que es ella misma un don con que Dios nos quiere regalar.  

Armand VEILLEUX