6 de mayo de 2022 -- Viernes de la 3ª semana de Pascua
Homilía
Cuando hablamos de conversión, pensamos espontáneamente en el paso de una vida de pecado a una vida de virtud. Sin embargo, no siempre es así. La conversión es algo más profundo. Todo proceso de crecimiento implica una conversión. En el caso de Pablo, la conversión fue una reorientación de su energía.
Pablo no era un criminal. No era un pecador. Por el contrario, era un hombre muy religioso. Era un devoto de Jahweh, un estricto observador de la Ley, un miembro de la escuela más estricta del judaísmo. Y como estaba tan radicalmente comprometido con su causa religiosa, estaba dispuesto a perseguir, incluso a dar muerte, en nombre de Dios, a todos los que consideraba enemigos de Jahweh. Su problema era que pensaba que era dueño de la verdad, que era dueño de Dios. No había ningún fallo en su certeza, ninguna vacilación en su compromiso, ninguna sombra de duda en sus decisiones. Estaba seguro de que podía ver lo que otros no podían.
La gracia de su vida fue que un día se encontró con la propia Luz. Y la Luz le cegó todo lo que había estado acostumbrado a considerar como verdad. ¡Se cayó de su caballo! No vio a Jesús. No vio a nadie ni nada más que la luz que le cegaba. Era arrogante, pero en su corazón también era un hombre humilde. Reconoció inmediatamente que había sido vencido por un poder superior. Sumisamente, preguntó: "¿Quién es usted, maestro?". Y la Luz le dijo: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues.
A partir de ese momento, Pablo nunca tuvo ninguna duda de que Jesús era el Señor, Dios. Pero la gran revelación, la que cambió radicalmente la vida de Pablo, fue que Dios se identificaba con los pequeños, los perseguidos. - ¡Yo soy Jesús, a quien tú persigues! "
A partir de ese momento, Pablo fue un hombre cambiado, convertido... otro hombre. En el judaísmo ya no tenía prestigio social, y en la Iglesia todos le temían y desconfiaban de él. Permaneció toda su vida como un peregrino sin raíces, arraigado únicamente en su amor a Cristo. Fundó varias Iglesias locales, pero a diferencia de los otros Apóstoles, nunca fue obispo de ninguna Iglesia local.
Para nosotros también, la conversión llega cuando Dios entra en nuestras vidas de forma inesperada; en un momento, en un lugar y de una forma que nunca hubiéramos sospechado. Nos ciega, ciega a nuestras certezas y a nuestras imágenes de nosotros mismos, a nuestras imágenes de Dios y a nuestras imágenes de los demás. Si entonces somos lo suficientemente humildes para decir: "¿Quién eres, Maestro?", él se nos revela de una manera nueva y nos convertimos en una persona nueva, y empezamos a ver a Cristo en personas en las que antes no lo veíamos. Todo y todos adquieren entonces una nueva belleza.
Toda conversión empieza por los ojos. Cuando vemos de una manera nueva, también entendemos y amamos de una manera nueva.
Armand Veilleux