3 julio 2022, 14ª domingo del Tiempo Ordinario  "C"

Is 66, 10-14; Ga 6, 14-18; Lc 10, 1---20

Homilía

Tenemos en el Evangelio dos versiones del envío por parte de Jesús a la misión. La primera, común a los tres Evangelios Sinópticos, se dirige a los doce Apóstoles; la segunda, más larga, versión que acabamos de escuchar, y que es propia de Lucas, se dirige a los setenta y dos discípulos.

Jesús quiere que todos sus misioneros –todos sus discípulos– sean auténticos peregrinos, es decir, personas totalmente comprometidas con su misión, que siguen derechas su camino, sin dejarse distraer por cuanto encuentren en ese camino que les pueda parecer interesante: “No llevéis dinero, ni alforja, ni sandalias, ni os detengáis saludando a quienes encontréis en camino

La persona que ha llegado a esa libertad interior, que se ha reconciliado con su pobreza personal, es una persona llena de paz que por lo mismo puede transmitir paz a otras personas. “En cualquier casa en que entréis, decid en primer lugar: ‘Paz a esta casa’. Si reside en ella alguien amigo de paz, descansará vuestra paz sobre él, en caso contrario volverá a donde vosotros.” La paz se reparte entre personas libres. Quien no tiene esta libertad, quien es aún esclavo de sus deseos, es a menudo fuente de tensiones, si no ya de conflictos.

Pablo fue uno de esos peregrinos, uno de esos pobres. Al contrario que los demás Apóstoles, parece que jamás ha estado Pablo a la cabeza de una Iglesia local. Ha fundado más de una, ha pasado sin cesar de una a otra de esas Iglesias, poniendo otras personas a la cabeza de las comunidades que fundaba, pasando a continuación a una misión diferente. Estaba arraigado en su amor a Cristo y en el amor que Cristo mismo le profesaba, así como en su disposición a sufrir por ese Cristo al que amaba hasta el punto de poder decir: “Que la cruz de nuestro Señor Jesucristo siga siendo mi único orgullo

Mensaje que no vale sólo para los predicadores del Evangelio sino para todos sus discípulos, también para nosotros los monjes. Recordemos que en el Evangelio del pasado Domingo pedía Jesús un desprendimiento radical por parte de quien quisiera seguirle: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; en cuanto a ti, ve y anuncia el Reino de Dios”. Para estar arraigado – arraigado en Cristo – es preciso estar libres de todas las demás ataduras. He ahí la vocación no sólo de quienes están llamados a predicar la Buena Nueva, sino también de los ascetas que están llamados a vivir en la soledad.

Al comienzo de su Regla habla san Benito de diversas categorías de monjes. Menciona a los cenobitas (es decir, a quienes practican la vida en común), para los que de hecho escribe él su Regla, y a los eremitas, para quienes muestra un gran respeto siempre que lo sean de manera auténtica. Habla asimismo de los “giróvagos”, palabra que designa a quienes pasan de continuo de un lugar a otro, movidos no por el Espíritu de Dios, sino por sus caprichos y sus instintos.

Hay, no obstante, una diferencia radical entre los giróvagos de los que habla san Benito y los peregrinos. Al paso que un giróvago no tiene raíces, por lo que no puede crecer, el peregrino auténtico es una persona sólidamente arraigada. O tiene un hogar del que sale y al que volverá, una vez concluida su peregrinación. O caso de que haya adoptado una existencia de peregrino perpetuo (tal fue el caso de la primera forma de monaquismo cristiano, en Siria), ha hallado un arraigo interior suficiente, de manera que puede prescindir del soporte de un arraigo geográfico y cultural. Si la “estabilidad” en un lugar y en una comunidad se ha convertido en una dimensión característica del monaquismo benedictino, la dimensión del encaminamiento espiritual continuo sigue también siendo un elemento esencial de dicho monaquismo.

Puede darse la impresión de que este mensaje es un tanto austero. Pero en este compromiso para con la persona de Cristo y para con la misión recibida de Él, se esconde asimismo una alegría profunda –una alegría que se halla en proporción al radicalismo en el don de uno mismo. Lo cual queda bien expresado en la primera lectura que hemos escuchado del Libro de Isaías, lectura en que Jerusalén, figura de Cristo, queda descrita en términos tan tiernos como una madre llena de amor, que nutre a sus hijos de su seno, los lleva en sus brazos y los acaricia sobre sus rodillas.

Es abundante la cosecha. Queremos pedir, como Jesús nos lo repite, al dueño de la cosecha que envíe obreros a su viñedo. Y sobre todo cultivemos en nosotros mismos la pobreza, el desprendimiento y la libertad que son imprescindibles a toda persona que ha sido llamada y enviada a la misión.

Armand VEILLEUX