13 de julio de 2022 - Miércoles de la 15ª semana par

Is 10:5-7. 13-16; Mt 11:25-27

HOMILÍA

El Evangelio que acabamos de leer (y que forma un todo con el que leeremos mañana) incluye algunos puntos de contacto con el Magnificat de la Virgen María, que son muy interesantes y sumamente reveladores.

Cuando Jesús da gloria a su Padre por revelar a los pequeños las cosas ocultas a los sabios, los pequeños de los que habla son sus discípulos.  Y no eran niños ingenuos.  Eran hombres adultos que conocían los caminos del mundo: Mateo, el recaudador de impuestos, sabía cómo ganar dinero; Judas, el zelote, conocía el arte de la guerra de guerrillas; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores que sabían cómo guiar su barca en el lago y echar la red.  Habían renunciado a todo para convertirse en seguidores de Jesús.  Cuando Jesús les invita -y nos invita a nosotros- a la sencillez de corazón, no nos está invitando a una actitud infantil ni a un tipo de espiritualidad infantil.  Nos invita a una forma muy exigente de pobreza de corazón.  Nos invita a seguirle como discípulos suyos y, por tanto, a abandonar todas nuestras fuentes de seguridad, y especialmente nuestro afán de poder, del mismo modo que sus discípulos lo abandonaron todo para seguirle.

La gran característica del niño es su impotencia.  El niño puede ser, a su manera, tan inteligente, cariñoso, etc. como un adulto.  Pero como todavía no ha acumulado conocimientos, posesiones materiales y relaciones sociales, es sin poder.  En cuanto nos hacemos adultos, queremos ejercer el poder y el control: sobre nuestra propia vida, sobre otras personas, sobre las cosas materiales y, a veces, incluso sobre Dios.  Esto es lo que Jesús nos pide que dejemos cuando nos pide que seamos como niños pequeños.

Un ejercicio útil de autoconocimiento podría ser examinar las diversas formas en que se expresa nuestro deseo de poder en diferentes aspectos de nuestra vida, y cómo defendemos ese poder.  Contemplemos, pues, a nuestro Señor, que no vino como un poderoso rey en su trono, sino como un humilde e impotente profeta sobre un asno.

Contemplemos también la humildad de su santísima sierva, su madre, y cantemos con ella con renovada alegría y esperanza: "Derriba a los poderosos de sus tronos, levanta a los humildes".  Y que un día cantemos juntos por los siglos de los siglos: "Bendito sea el Dios de Israel, porque se ha fijado en la humildad de sus siervos".