19 de febrero de 2022 -- Martes de la 16ª semana par

Mi 7:14-15. 18-20; Mt 12:46-50

Homilía

En la tradición judía, la familia y el clan eran extremadamente importantes.  La lealtad a la familia y al clan era más importante que cualquier otra cosa.  Ciertamente, Jesús muestra un tierno amor por su madre; durante su infancia está sometido a su padre y a su madre.  Pero al mismo tiempo pone fin a la supremacía de la familia y a la exclusividad de la relación con ella.  El amor ya no debe tener límites.  Debe extenderse a todos, incluso a los enemigos. 

          Al mismo tiempo que recomienda honrar al padre y a la madre, Jesús dice que quien no renuncie al padre, a la madre, a los hermanos y a las hermanas no puede ser su discípulo.  Estas palabras radicales no son fáciles de interpretar.  Planteaban un verdadero problema para los primeros monjes que querían aplicarlas fielmente y, al mismo tiempo, respetar el precepto de honrar y amar a los padres.  Las soluciones han variado a lo largo de los siglos y en diferentes circunstancias, pero el principio fundamental siempre ha sido el mismo: no se puede ser discípulo de Jesús sin renunciar a uno mismo y a todo lo que nos pertenece o nos es cercano.

          Cuando Jesús dice: "El que hace la voluntad de mi Padre, es mi hermano, mi hermana, mi madre...", está indicando que, a partir de ahora, lo que cuenta más que nada es que todos somos una gran familia, que tiene un solo padre que es nuestro Padre en el cielo y que es para nosotros una madre además de un padre.

          Y es en el seno de esta familia, de la que nadie puede ser excluido, donde podemos redescubrir, en el lugar que les corresponde, todas las relaciones privilegiadas que nos unen a nuestra madre y a nuestro padre en la tierra y a todos los que nos son queridos.