28 de julio de 2022 -- Jueves de la 17ª semana "B

Jeremías 18:1-10; Mateo 13:47-53

Homilía

            En el Evangelio de hoy tenemos la conclusión de una larga enseñanza de Jesús sobre el Reino de los Cielos, en la que utilizó muchas imágenes para hacer comprender a sus discípulos diversos aspectos de ese Reino. 

            Todas estas imágenes, incluida la de hoy, que compara el Reino con una red echada en el mar y de la que se sacan todo tipo de cosas, pretenden dejar claro que el Reino de los Cielos se va construyendo poco a poco aquí en la tierra.  A lo largo de este largo periodo de gestación, hay una mezcla constante de buen trigo y cizaña, de buen pescado y de algo que no tiene valor.  Y la enseñanza de cada una de estas parábolas o imágenes es que la separación entre los buenos y los malos no tendrá lugar hasta el último juicio.  La razón es que, hasta entonces, nada es irreversible, nada está perdido, nada es definitivo.  Todo pecado puede ser perdonado, todo pecador es capaz de convertirse, toda oscuridad puede ser transformada en luz, todo error puede ser corregido por la Verdad.  Y si Dios es paciente con nosotros, cuánto más debemos serlo entre nosotros e incluso con nosotros mismos.  Con mayor razón, también, debemos abstenernos de juzgar y separar lo bueno de lo malo.

            La primera lectura del Libro de Jeremías arroja algo de luz sobre esta parábola (de hecho, a veces el Nuevo Testamento arroja luz sobre el Antiguo y a veces el Antiguo arroja luz sobre el Nuevo).  En el Génesis, uno de los dos relatos de la creación muestra a Dios tomando arcilla y dando forma al primer hombre con sus manos, y luego insuflando su propio aliento de vida en sus fosas nasales.  Aquí la imagen es aún más refinada.  Se compara a Dios con un alfarero que fabrica diversos objetos en su torno.  Cuando un objeto falla o se rompe, vuelve a empezar y le da otra forma.  Y Dios concluye: "Estáis en mi mano, pueblo de Israel, como el barro en la mano del alfarero".

            En las manos de Dios podemos sentirnos seguros.  Con nuestros pecados, a menudo podemos estropear la obra de Dios; pero sabemos que Él es paciente.  Si nos lo permitimos, nos vuelve a poner en la rueda una y otra vez y empieza a moldearnos hasta que nos conformamos a la imagen de su Hijo y estamos llenos de su Espíritu.

            Abandonémonos en las manos de Dios y abramos nuestros corazones para recibir el soplo vital de su Espíritu.