29 de noviembre de 2022 - Martes de la 1ª semana de Adviento

Isaías 11:1-10; Lucas 10:21-24

Homilía

El Evangelio que acabamos de leer incluye algunos puntos de contacto con el Magnificat de la Virgen María, que son muy interesantes y sumamente reveladores.

Cuando Jesús da gloria a su Padre por haber revelado a los pequeños las cosas ocultas a los sabios, los pequeños de los que habla son sus discípulos.  Y estos no eran niños ingenuos.  Eran hombres adultos que conocían los caminos del mundo: Mateo, el recaudador de impuestos, sabía cómo hacer dinero; Judas, el zelote, conocía el arte de la guerra de guerrillas; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores que sabían cómo guiar su barca en el lago y echar la red.  Habían renunciado a todo para convertirse en seguidores de Jesús.  Cuando Jesús les invita -y nos invita- a la sencillez de corazón, no nos está invitando a una actitud infantil ni a un tipo de espiritualidad infantil.  Nos invita a una forma muy exigente de pobreza de corazón.  Nos invita a seguirle como discípulos suyos y, por tanto, a renunciar a todas nuestras fuentes de seguridad, y especialmente a nuestro afán de poder, del mismo modo que sus discípulos lo dejaron todo para seguirle.

La gran característica del niño es su impotencia.  El niño puede ser, a su manera, tan inteligente, cariñoso, etc. como un adulto.  Pero como todavía no ha acumulado conocimientos, posesiones materiales y relaciones sociales, es impotente.  En cuanto nos hacemos adultos, queremos ejercer el poder y el control: sobre nuestra propia vida, sobre otras personas, sobre las cosas materiales y, a veces, incluso sobre Dios.  Esto es lo que Jesús nos pide que dejemos cuando nos pide que seamos como niños pequeños.

Un ejercicio útil de autoconocimiento podría ser examinar las diversas formas en que se expresa nuestro deseo de poder en diferentes aspectos de nuestra vida, y cómo defendemos ese poder.  Contemplemos, pues, a nuestro Señor, que no vino como un rey poderoso en su trono, sino como un niño pequeño en un pesebre.

Es a su luz que debemos releer la primera lectura (del Libro de Isaías) y ver en ella el mensaje de Dios que quiere una humanidad sin fronteras, sin guerras, sin lobos ni serpientes, sin hombres violentos.  Quiere una humanidad marcada por la armonía: armonía entre las mujeres y los hombres, entre los humanos y su entorno; una humanidad marcada por la justicia, sin privilegios, sin pobres oprimidos, sin jueces injustos; una humanidad en la que las naciones ya no estén separadas por las montañas y los barrancos de sus religiones, sus credos políticos, sus sistemas teológicos o filosóficos. En una palabra, una humanidad sin guerras. 

           La profecía de Isaías pinta un cuadro en el que el niño pequeño conduce juntos al lobo y al cordero, al leopardo y al cabrito, al ternero y al león joven; en el que la vaca y el oso tendrán el mismo pasto, el león comerá con el buey; y en el que el niño jugará en el nido de la cobra.  Sí, el movimiento de la historia va en esta dirección.  Y, sin embargo, los periódicos nos recuerdan que la violencia, el ansia de poder y el dinero siguen estando presentes.  Tantos crímenes cotidianos nos recuerdan que no todo el mundo está aún lleno de un espíritu de amor y paz... ¿Lo hacemos?

¿Es esto una utopía? Por supuesto! Al igual que la llamada a ser perfectos como nuestro Padre celestial.  Una utopía a la que vale la pena dedicar toda nuestra vida.  Un ideal y una meta que sólo podemos alcanzar por una vía, la de la conversión.  Y esto fue lo que el Espíritu del desierto, hablando por boca de Juan el Bautista, exigió a todos.  La conversión radical que los fariseos y saduceos no pudieron lograr, nosotros no podemos lograrla más que ellos.  Necesitamos el bautismo de fuego: es decir, la acción del Espíritu, el viento ardiente del desierto, que consume todas las impurezas y contaminaciones de nuestra vida y de nuestro corazón.

Armand Veilleux