26 de febrero de 2023 - Primer domingo de Cuaresma "A
Gn 2,7-9.3,1-7a; Rom 5,12-19; Mt 4,1-11
Homilía
Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen. Los hizo seres de comunión e incluso insufló en ellos su propio aliento, su espíritu de comunión. Y les concedió un don extremadamente peligroso, el de la libertad. Desde entonces --desde el primer hombre y la primera mujer hasta nosotros--, los seres humanos han estado sometidos a la tentación, es decir, al tira y afloja entre la llamada a la comunión, que es una llamada a la plenitud de la vida, y la tendencia a rechazar la comunión y replegarse sobre sí mismos.
Este repliegue sobre uno mismo, que es ante todo olvido del otro, y que luego es fácilmente rechazado por el otro, es la fuente de todo egoísmo, de todas las tensiones entre individuos y entre comunidades o naciones, y de todas las guerras.
En el hermoso relato mítico de la creación, lleno de gran revelación sobre Dios y el hombre, que encontramos al principio del Libro del Génesis, hay ante todo un diálogo entre Dios y su criatura, con la que Dios quiere compartirlo todo. La primera tentación fue rechazar este diálogo, esta alteridad, esta situación en la que había un don y una recepción de vida y amor, con la loca esperanza de identificarse con el otro. "Seréis como dioses", dice el tentador. Tentación también de preferir el conocimiento al amor. "Conoceréis el bien y el mal", añade el tentador.
En cuanto se rompe la relación de amor con Dios, todas las demás formas de comunión se ven afectadas. El hombre domina a la mujer, la competencia entre los dos hermanos Caín y Abel conduce al asesinato de uno por el otro. Y éste es el comienzo de una larga historia de guerras fratricidas, que aún no ha terminado: hoy tenemos muchos ejemplos de ello.
Cuando el Hijo de Dios se hizo uno de nosotros, asumiendo nuestra humanidad, asumió todas nuestras tentaciones. Esto es lo que intentan destacar los evangelistas en el relato que sitúan al principio del Evangelio, al comienzo de la vida pública de Jesús.
En Jesús la humanidad tiene una segunda oportunidad. Es como una nueva creación. El mismo Espíritu que se cernió sobre el caos inicial en el momento de la creación e insufló vida al primer hombre, el mismo Espíritu descendió sobre Jesús en su bautismo. El mismo Espíritu que había concedido a los primeros seres humanos el maravilloso pero terrible don de la libertad, también enfrenta a Jesús a importantes decisiones al conducirle a la soledad donde, como Adán y Eva en el paraíso, se encontrará con el tentador.
Siempre que el ser humano se encuentra en el desierto, en la soledad, tiene que elegir entre replegarse en esa soledad o hacer de ella un instrumento de comunión. La comunión es siempre entre personas con identidad propia. Cuanto más clara y firme sea la identidad, más posible será la comunión con el otro. Éste es el sentido del desierto en el que está inmerso Jesús, que no es un desierto geográfico con nombre, como el desierto de Judá, donde predicó Juan el Bautista, sino simplemente un desierto simbólico, el desierto absoluto. "Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto", dice simplemente el Evangelista.
En este desierto en el que el ser humano se percibe a sí mismo en su unicidad, la tentación es encerrarse en sí mismo, buscar sólo la satisfacción de sus necesidades y deseos individuales, reconducirlo todo a sí mismo. Ésta es la esencia de cada una de las tentaciones a las que se ve sometido Jesús.
En primer lugar, está la tentación de utilizar algún tipo de poder mágico para satisfacer nuestra hambre. En cada uno de nosotros existe esta tendencia a querer satisfacer mi hambre, mi necesidad de dinero, mi necesidad de reconocimiento, mi vanidad. Jesús multiplicará un día los panes, pero será por compasión ante el hambre de los demás, para alimentar a las multitudes. Será un gesto de comunión y no de retraimiento.
La segunda tentación es utilizar a Dios como un mago para satisfacer todos mis caprichos. "Tírate del templo, y Dios enviará a sus ángeles para que te tomen en sus manos antes de que toques el suelo". El dios que propone aquí el tentador es el dios mago al que rezamos en muchas de nuestras devociones más o menos supersticiosas, en las que queremos poner a Dios a nuestro servicio en lugar de entrar en una verdadera comunión amorosa con Él.
Pero la tentación más profunda, la más arraigada en el corazón del ser humano, es la del poder. Consiste en refugiarse en el desierto absoluto, en la soledad altiva de quien quiere ponerlo todo -las cosas y los hombres- a su servicio. Para tener este poder, basta con vender el alma al diablo. "Todo esto me pertenece -dice el diablo, mostrando a Jesús el universo entero-. Te lo doy, si me adoras. En el ejercicio del poder -que es algo muy distinto de la autoridad- se niega a todos los demás como seres de relación. Todas las personas y todas las cosas se convierten en objetos para satisfacer la sed de poder, que es la peor forma de aislamiento que puede experimentar el hombre y que le incapacita para la verdadera comunión. (En el mismo relato del Evangelio de Lucas, el demonio dice a Jesús: "Te doy todo este poder, que me pertenece y que doy a quien quiero". Para Lucas, ¡el poder es maligno!)
Vemos cada una de estas tentaciones en acción todos los días, si no estamos ciegos, en cada una de nuestras vidas personales, en todos los grupos en los que vivimos, ya sean nuestras familias o nuestras comunidades, en las tensiones políticas dentro de nuestro país, así como entre países en la escena internacional.
No debemos esperar que estas tentaciones desaparezcan. Forman parte de nuestra condición de humanos con libertad. Pero Jesús nos reveló a través de su vida humana que es posible superarlas, que es posible que las fuerzas de la comunión y de la vida sean más fuertes que la atracción del repliegue y de la muerte.
Es viviendo en comunión con Él como podemos encontrar la fuerza para superar esta inclinación hacia la nada. La Eucaristía que celebramos juntos esta mañana es a la vez su ofrecimiento de esta comunión y nuestra aceptación de este ofrecimiento.
Armand VEILLEUX