11 marzo de 2023 - Sábado de la 2ª semana de Cuaresma

Mi 7, 14-15.18-20; Lc 15,1-3. 11-32

Homilía

Jesús se encuentra, una vez más, atrapado entre dos grupos de personas.  Por un lado están los publicanos y los pecadores que acuden a escucharle y cuyo corazón se conmueve a menudo tanto por su actitud como por sus palabras; y por otro lado están los fariseos y los escribas, que no aprueban en absoluto su actitud.  Le acusan no sólo de acoger a los infieles, sino incluso de comer con ellos.

La parábola que Jesús les propone entonces tiene tres protagonistas: "Un hombre tenía dos hijos". El personaje central no es el hijo menor, el que suele llamarse hijo pródigo, aunque no es en absoluto un "niño".  Es más bien el padre.  El hijo menor, que pide su parte de la herencia y que va a despilfarrarla, representa a los publicanos y pecadores que vienen a escuchar a Jesús, con los que come, y que a menudo se convierten a su contacto.  El hijo mayor, que se niega a compartir la alegría del padre y a sentarse a la mesa con su hermano pecador, representa a los fariseos y escribas.

Lo primero que hay que hacer al escuchar esta parábola es comparar la imagen que tenemos de Dios con la que Jesús nos da de su Padre.  El primer propósito de la parábola es enseñarnos quién es Dios.  Y entonces no nos entretengamos en preguntarnos si somos el hijo pródigo o el hijo mayor que se quedó en casa sabiamente.  En realidad, somos ambas cosas, dependiendo de las circunstancias.

Más de una vez hemos experimentado la misericordia de Dios cuando hemos vuelto a Él después de cada una de nuestras escapadas.  Pero, ¿no nos ha escandalizado a menudo el modo en que Dios acoge a los que consideramos "pecadores"?

Veamos con más detalle lo que esta parábola nos dice sobre cada uno de los dos hijos. El hijo pródigo es un hijo adulto, pero nunca deja de considerar a su padre como tal.  Cuando quiere irse, le dice: "Padre, dame mi parte de la herencia". Después de haber ido a malgastar su herencia en un país alejado de su padre, donde no había ni justicia ni bondad, y después de haberse convertido en esclavo en un país extranjero, decide volver con su padre. Aunque ya no se siente digno de ser llamado hijo, sigue diciendo "padre": "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti".

En cuanto al hijo mayor, nunca utiliza la palabra "padre", ni siquiera se considera un hijo, sino un siervo: "Llevo muchos años a tu servicio sin desobedecer nunca tus órdenes".  Al no ser un hijo, no puede entender la actitud de un padre.  Para él, la única respuesta al pecado es el castigo, la única respuesta a la huida es la negación de la posibilidad de retorno. 

Aunque la humanidad siempre ha conocido la violencia, parece que hoy en día ha entrado en una carrera más alocada que nunca para responder a la violencia con mayor violencia, basada en todo tipo de ideologías, a menudo religiosas.  Sólo la revelación del Padre de Jesucristo, pródigo en misericordia, puede ayudar a nuestra pobre humanidad a romper este ciclo diabólico de violencia.  Seamos mensajeros de esta revelación encarnándola en nuestra vida cotidiana.