30 de abril de 2023 - IV Domingo de Pascua "A"

Hechos 2:14...41; 1 Pedro 2:20-25; Juan 10:1-10

Homilía

          Aún no es Pentecostés, pero la primera lectura de la Misa de hoy, del Libro de los Hechos, describe lo que sucedió el día de Pentecostés, inmediatamente después del descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.  Pedro habló a la multitud de Judíos presentes, procedentes de Judea y Galilea, pero también de todos los países de la Diáspora. Fue tan convincente que unos tres mil de sus oyentes recibieron su mensaje y se bautizaron aquel mismo día. 

          Esto significa que su predicación contenía la esencia del mensaje cristiano: todo lo que hay que creer y que basta con creer para ser verdaderamente cristiano.  Es mucho y es poco.  Su mensaje puede resumirse en este núcleo esencial de la fe cristiana: "Apareció entre nosotros un hombre, Jesús de Nazaret; Dios dio a conocer su misión por todos los prodigios que le dio a realizar; sus contemporáneos le dieron muerte; Dios le resucitó. Fue exaltado en gloria y recibió de su Padre el Espíritu, que derramó sobre sus discípulos como había prometido".

          Éste es el núcleo de la predicación cristiana. Todo lo demás no es más que su explicitación. Más tarde, los Apóstoles y los primeros Cristianos elaboraron esta enseñanza recordando -y recordándonos a través de sus escritos- todo lo que Jesús había hecho y dicho mientras estuvo entre ellos. Y, por supuesto, cada uno de ellos nos habló de estas palabras y acontecimientos tal como los habían experimentado personalmente y según el efecto que habían tenido en ellos. 

          El relato evangélico que leemos hoy es un buen ejemplo de la complementariedad entre los evangelistas. Sabemos que el evangelista Juan a menudo nos da, sobre los acontecimientos y las palabras de Jesús, perspectivas que los otros evangelistas no nos dan. Mateo y Lucas cuentan una parábola de Jesús sobre la oveja perdida, en busca de la cual se marcha el pastor, dejando incluso solas a las otras noventa y nueve ovejas.  En el Evangelio de Juan, esta parábola tan sencilla y breve se transforma en una larga alegoría en la que Jesús se presenta como el Buen Pastor que cuida de su rebaño, a diferencia de los pastores asalariados o de los ladrones.

          Esta parábola no debe leerse con nuestra lógica latina, porque las imágenes chocan de forma desconcertante.  Jesús se presenta a la vez como el pastor de las ovejas y como la puerta del redil. Tampoco debemos buscar una enseñanza moralista sobre lo que debe hacer la buena oveja. Es del pastor y de su actitud de lo que habla Jesús.

          El redil del que habla no es un lugar separado del resto del mundo, donde uno se protege de todas las influencias extrañas y mantiene la puerta cerrada.  No, el redil es la asamblea de los que han creído en Jesús.  Cuando viene Jesús, el Pastor, abre la puerta para que salgan las ovejas.  Los seguidores de Jesús no están llamados a encerrarse en sí mismos, a asegurarse en una cálida intimidad.  Están llamados a salir, a seguir a Jesús por los caminos del mundo.

          El pastor, tal como lo describe Jesús, no viene a actuar como amo en el redil.   Al contrario, ni siquiera parece entrar en el redil.  Si le abre el portero (que probablemente sea el Padre), es para llamar a las ovejas a salir.  El redil del que habla Jesús es el Pueblo de Israel, tan inclinado a lo largo del Antiguo Testamento a replegarse sobre sí mismo.  Jesús viene a llamar a sus ovejas, a cada una por su nombre, para que salgan de este encierro y le sigan por los caminos de su ministerio.  Tiene otras ovejas que no son de este redil, es decir, que proceden de las naciones paganas.  A ellas también las llama, y todas formarán un solo rebaño.  Este rebaño no está llamado a volver al redil, sino a seguir a Jesús en su misión universal por el desierto de la humanidad. 

          Es bastante fácil comprender cómo Jesús es el Pastor.  ¿Cómo es también la puerta?  Porque Jesús dice: "Yo soy la puerta".  Él es la puerta, porque ha hecho aberturas en el muro de la miseria humana.  Vino a los suyos y los suyos no le reconocieron; levantaron un muro contra él.  En este muro, sus heridas abrieron vías de paso.  Cuando Tomás metió la mano en las heridas de los pies y del costado de Jesús resucitado, reconoció la voz del Maestro y gritó: "Señor mío y Dios mío".  Como dice Pedro en la segunda lectura  "Cristo padeció por vosotros... para que siguierais sus huellas... Por sus heridas fuisteis curados. Andabais errantes como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor que vela por vosotros".  Es a través de los agujeros de sus heridas como Él es la Puerta.

          Cristo sigue sufriendo, incluso hoy, en sus hermanas y hermanos.  Para reconocerle, en estos días, debemos meter las manos en las heridas abiertas de nuestros hermanos y hermanas víctimas de todas las guerras fratricidas.  Reconozcamos a Cristo sufriente en todas estas víctimas de nuestras guerras y abramos de par en par nuestros corazones y nuestros brazos para acogerlas.

Armand Veilleux