21 de mayo de 2023 -- VII Domingo de Pascua "A
Hechos 1:12-14; 1 Pedro 4:13-16; Juan 17:1-11
Homilía
En el libro de los Hechos, Lucas se alegra de que la predicación de la Buena Nueva comience en Jerusalén. Ve en ella el cumplimiento de las profecías sobre la futura Jerusalén y su papel en un mundo restaurado. Esta centralidad de Jerusalén es también evidente en su Evangelio, que se abre y se cierra en el Templo.
Tanto en los Hechos como en el Evangelio de Lucas, la Ascensión de Jesús se describe con gran simbolismo, y es importante descubrir su mensaje espiritual. Lo que celebramos el Día de la Ascensión no es un fenómeno material, una especie de viaje espacial de Jesús, ¡anticipándose a la tecnología moderna! Jesús, tras su resurrección y ascensión, no se transformó en una especie de satélite que orbitaba alrededor de la Tierra, en lo alto del cielo. Es un misterio que hemos estado celebrando, una realidad espiritual: el hecho de que, aunque Jesús nos haya dejado, está tan presente para nosotros como antes, aunque en un nuevo modo de presencia.
En el evangelista Juan encontramos una sensibilidad espiritual diferente. Su Evangelio se construye en torno al tema de la glorificación del Hijo, y la apoteosis de todo el Evangelio se encuentra en el gran acto sacerdotal de Jesús, su muerte en la cruz. El texto de este Evangelio que acabamos de leer pertenece al tercer discurso de Jesús después de la Última Cena, que nos ofrece su oración sacerdotal. Al borde de la muerte, Jesús mira hacia atrás. Toda su vida se resume en una cosa: la glorificación de su Padre y la glorificación progresiva de la humanidad. La razón de su venida era traer la vida en plenitud, infundir la vida divina en el tejido mismo de la existencia cotidiana de los hombres.
Esta larga oración, pronunciada por Jesús pocas horas antes de su muerte, adquiere un significado nuevo y especial cuando se lee entre la Ascensión y Pentecostés. El cuarto Evangelio nos hace ver que el misterio pascual de Cristo tiene un valor permanente para la Iglesia de todos los tiempos. El Espíritu continúa en la pasión de la humanidad y de la Iglesia el papel que desempeñó en la Pasión de Cristo. Se convierte en el "Paráclito", el abogado, el defensor, que muestra cómo debe realizarse el plan de salvación de Dios para la humanidad.
La carta de Pedro, de la que procede la segunda lectura que hemos escuchado, fue escrita en una época en la que los cristianos eran perseguidos. Pedro les recuerda que si sufren por ser cristianos, deben alegrarse por dos razones. En primer lugar, porque así participan en los sufrimientos de Cristo y, en segundo lugar, porque esto les proporcionará gozo y alegría el día en que se manifieste la gloria de Cristo. Las Actas de los mártires de la Iglesia primitiva nos dan muchos ejemplos de hombres y mujeres que fueron con alegría a la muerte por fidelidad a Cristo. ¿De dónde sacaban su fuerza y su valor?
De su fe en Cristo, por supuesto, pero también de una fe compartida en la Iglesia. Era su pertenencia a una comunidad de creyentes lo que daba fuerza a su fe. Y esta comunidad de creyentes encontraba su unidad y cohesión en la oración. El texto de los Hechos de los Apóstoles nos muestra a la comunidad primitiva en oración con los Apóstoles y en torno a María. ¿No es ésta la dimensión más esencial de la Iglesia?
La alegría pascual es una alegría realista. No es el entusiasmo ingenuo de una primavera que olvida el invierno. A menudo, durante el tiempo pascual, la Liturgia de la Palabra nos recuerda las dificultades de la condición humana -- una condición humana que sigue, por desgracia, eligiendo la muerte en lugar de la vida; como si no bastaran las tragedias naturales, como la pandemia que vive actualmente la humanidad. El drama de la guerra interminable en Ucraina, Sudán del Sur y tantas otras partes del mundo está ahí para hacernos conscientes de ello. Incluso durante la Pascua, el Viernes Santo continúa. La muerte en la cruz sigue siempre presente, pero como apertura a la vida, una vida que debe ser elegida, una victoria que sólo puede alcanzarse en y por el amor.
Armand VEILLEUX