2 de julio de 2023 -- XIII Domingo "A

2 Re 4,8-11.14-16a; Rom 6,3-4.8-11; Mt 10,37-42

Homilía

Jesús tenía un lugar en Betania, cerca de Jerusalén, donde sabía que podía detenerse en cualquier momento con sus discípulos para comer o descansar un momento.  Era la casa de Marta, María y Lázaro.  Del mismo modo, el profeta Elías tenía su habitación en la casa de una mujer influyente en Sunem.  En ambos casos, como tantas veces en la Biblia, vemos la hospitalidad vinculada al don de la vida: bien el anuncio de una nueva vida, bien la vuelta a la vida de alguien que había muerto.

En la fiesta de la Santísima Trinidad, que celebramos recientemente, leímos el hermoso relato del libro del Génesis de cómo Abraham, tras dar hospitalidad a tres misteriosos visitantes, fue recompensado con un hijo de su esposa en su vejez.  Del mismo modo, el profeta Elías, tras recibir hospitalidad de la viuda de Sarepta, devolvió la vida a su hijo (1 Re 17,7-24).  En la primera lectura de hoy, la mujer de Sunem, que acogió en su casa al profeta Eliseo (discípulo de Elías), recibió, como Sara, el don de la fecundidad y dio a luz un hijo (2 Re 4,8-17).  Por último, en el Evangelio, María y Marta obtienen de su anfitrión, Jesús, la resurrección de su hermano Lázaro.

En la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos algo muy sencillo y muy profundo, cuyo significado sólo puede comprenderse plenamente situándolo en el contexto más general que acabamos de describir.  Es la afirmación: "Si me amáis, guardaréis mi mandamiento; mi Padre os amará; vendremos y haremos morada con vosotros".  En esta breve frase está, en primer lugar, la afirmación de que Dios quiere hacer su morada en cada uno de nosotros. Es un misterio que podemos meditar con infinito amor.  Pero también está la expresión de la condición que debe cumplirse para que esto suceda.  La condición es ésta: "Si me amáis, guardaréis mi mandamiento...".  Se trata, evidentemente, del mandamiento del amor mencionado por Jesús un poco antes: "Amaos los unos a los otros, como yo os he amado".  Estas últimas palabras: "como yo os he amado" indican que el mandamiento de Jesús es nuevo, verdaderamente nuevo.  Su mensaje es que el amor debe ir más allá de los lazos tradicionales de solidaridad dentro de una familia, una tribu, una nación, una religión.  Debe abrazar a todos, sin excepción, pero especialmente a los débiles, los pobres y los abandonados.

El pueblo judío tenía un sentido muy agudo de la solidaridad.  El amor y el cuidado de todos los miembros de la familia extensa y de la misma tribu eran preceptos sagrados.  El Antiguo Testamento está lleno de preceptos como: "No calumniarás a tu propio pueblo... No odiarás a tu hermano... No te vengarás... de tu pueblo.  Amarás a tu prójimo como a ti mismo... (cf. Lev. 19:16-18).  Sin embargo, la fraternidad hacia unos casi siempre implicaba hostilidad hacia otros.

El inquietante mensaje de Jesús era que quería incluir a todos en esta solidaridad de amor, incluso a los enemigos.  No dudó en enumerar las consecuencias casi inconcebibles: "Haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os hacen daño" (Lucas 6:27-28).  "Si amáis a los que os aman, ¿qué gratitud podéis esperar? Incluso los pecadores aman a los que les aman". (Lucas 6:32).  El espíritu de grupo es natural (¡puede ser muy fuerte entre ladrones, por ejemplo!).  Jesús pide una solidaridad extendida a toda la humanidad.  Se trata de algo más que lo que llamamos fraternidad cristiana, es decir, amor mutuo entre quienes comparten la maravillosa experiencia de ser discípulos de Cristo.  Jesús pide más: pide una solidaridad amorosa que incluya a todos y no rechace absolutamente a nadie.

El día del Juicio, el Señor dirá: "Tuve hambre... Tuve sed... Estuve desnudo... Estuve en la cárcel... Lo que hicisteis al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hicisteis".  Este es exactamente el mismo mensaje que encontramos en el Evangelio de hoy, cuando Jesús dice a sus discípulos -a los que llama constantemente "los más pequeños": "El que os recibe a vosotros, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió.... Y yo os aseguro que quien dé un vaso de agua fría a uno de estos pequeños porque es uno de mis discípulos no quedará sin recompensa".

Y, por último, el primer versículo del evangelio de hoy, sobre renunciar a padre y madre, hijo o hija para seguir a Cristo --que parece tan fuera de contexto aquí-- no está realmente fuera de contexto.  Lo que Jesús está diciendo es que, para ser sus discípulos, para amar como él amó, tenemos que romper barreras.  Tenemos que trascender los límites de la familia natural, del clan, de la nación.  Tenemos que trascender la forma de solidaridad que naturalmente sentimos, para elevarnos a una solidaridad que abrace a todos los que son abrazados por el amor de Jesús.

Este mensaje es tan importante hoy como lo fue en tiempos de Cristo.  Es asombroso cómo, después de dos mil años de cristianismo, incluso en países que se consideran cristianos, nuestro amor y solidaridad con otros seres humanos se ve a menudo limitado por nuestras lealtades o prejuicios de raza, nación, lengua, cultura, clase, familia, generación, partido político o afiliación religiosa.  Nuestro amor es con demasiada frecuencia excluyente.  Jesús quiere que sea totalmente inclusivo.

Armand Veilleux