9 de julio de 2023 -- 14º domingo "A
Zac 9,9-10; Rom 8,9.11-13; Mt 11,25-30
Homilía
El Evangelio que acabamos de leer contiene varios puntos de contacto con el Magnificat de la Virgen María, muy interesantes y sumamente reveladores.
En primer lugar, Jesús da gloria a su Padre por haber revelado a los "pequeños" lo que había ocultado a los sabios y entendidos. Luego invita a todos a llevar su yugo sobre los hombros y a hacerse discípulos suyos porque, dice, "soy manso y humilde de corazón".
Los pequeños, los humildes, ocupan un lugar muy especial en el Evangelio. El Padre les tiene un amor preferencial. María es uno de ellos, y lo proclama al comienzo del Magnificat: "Mi alma exalta al Señor... porque se ha acordado de la humildad de su esclava". La palabra griega utilizada aquí (tapeinôsin) se traduce de forma diferente en las diversas traducciones de la Biblia: humildad, bajeza, condición humilde. Pero es el adjetivo correspondiente que Jesús utiliza en el Evangelio de hoy cuando dice que es manso y "humilde" (tapeinos) de corazón. Y es la misma palabra que usa María más adelante en su Magnificat, cuando dice que el Señor ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha exaltado a los "pequeños", a los humildes (tapeinos).
Cuando Jesús da gloria a su Padre por haber revelado a los pequeños las cosas ocultas a los sabios, los pequeños de los que habla son sus discípulos. Y no eran niños ingenuos. Eran hombres adultos que conocían los caminos del mundo: Mateo, el recaudador de impuestos, sabía hacer dinero; Judas, el zelote, conocía el arte de la guerra de guerrillas; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores que sabían guiar su barca por el lago y echar la red. Lo habían dejado todo para convertirse en discípulos de Jesús. Cuando Jesús les invita -y nos invita a nosotros- a la sencillez de corazón, no nos está invitando a una actitud infantil o a un tipo de espiritualidad infantil. Nos está invitando a una forma muy exigente de pobreza de corazón. Nos invita a seguirle como discípulos y, por tanto, a abandonar todas nuestras fuentes de seguridad, y especialmente nuestra sed de poder, del mismo modo que sus discípulos lo abandonaron todo para seguirle.
La primera lectura, del libro de Zacarías, describe la venida del Mesías no como un rey poderoso montado en su caballo, sino como un salvador sencillo y manso, sentado en un asno. Pablo, el fariseo sabio y poderoso, que fue derrocado en el camino de Damasco, aprendió el camino de la humildad y la bajeza, y lo describió como la vida según el espíritu, distinta de la vida según la carne.
La gran característica del niño es su impotencia. Un niño puede ser, a su manera, tan inteligente, cariñoso, etc. como un adulto. Pero como aún no ha acumulado conocimientos, posesiones materiales y relaciones sociales, es impotente. En cuanto nos hacemos adultos, queremos ejercer poder y control: sobre nuestra propia vida, sobre otras personas, sobre las cosas materiales y, a veces, incluso sobre Dios. Esto es a lo que Jesús nos pide que renunciemos cuando nos pide que seamos como niños pequeños.
Un ejercicio útil de autoconocimiento podría ser examinar las diversas formas en que se expresa nuestra sed de poder en distintos aspectos de nuestra vida, y cómo defendemos ese poder. Contemplemos entonces a nuestro Señor, que no vino como un rey poderoso en su trono, sino como un profeta humilde e impotente montado en un burro.
Contemplemos también la humildad de su sierva santísima, su madre, y con ella cantemos con renovada alegría y esperanza: "Derriba a los poderosos de sus tronos, levanta a los humildes". Y que un día cantemos juntos por los siglos de los siglos: "Bendito sea el Dios de Israel, porque se ha fijado en la humildad de sus siervos."