28 de septiembre de 2023 - Jueves de la 25ª semana
Monasterio de Kibungo, Rwanda
Homilía
Herodes Antipas, al igual que su padre Herodes el Grande, que mandó matar a los niños de Belén en el momento del nacimiento de Jesús, es un hombre preocupado y perturbado. Es rey -o tetrarca- de Galilea, pero un rey títere cuyo poder es en realidad muy frágil porque el país está bajo control romano. Está muy apegado a sus prerrogativas, pero siempre desgarrado por la inseguridad, siempre temiendo que un auténtico "rey de los judíos" le destrone. Es un débil, que no habría querido decapitar a Juan, pero lo hizo para no perder la cara después de hacer una promesa tonta a la hija de su esposa ilegítima. Del mismo modo, se confabuló con Pilato en la muerte de Jesús por miedo a los Romanos, aunque sentía cierta fascinación por Jesús. Quiere verlo, pero sólo por curiosidad.
"Juan, lo hice decapitar", dice. Ya había dos tipos de hombres radicalmente diferentes entre sí. Ante este Herodes, siempre desgarrado por el miedo, porque estaba apegado a todo lo que poseía -o creía poseer, o quería poseer-, Juan era la figura del hombre libre, totalmente libre, que sólo vivía para su misión de precursor, que se retiró cuando apareció el Mesías y que incluso le envió sus propios discípulos. Como es libre, Juan no tiene miedo y, por lo tanto, puede reprochar abiertamente a Herodes su pecado, aunque se arriesgue a perder la cabeza. En realidad es libre porque no está atado a nada y no tiene nada que perder.
Y si Jesús fascina tanto a Herodes, que siempre quiere verlo, en este momento como en el del juicio, es porque Jesús encarna esa libertad total que tanto echa de menos.
Muy a menudo en el Evangelio, especialmente en las apariciones después de la Resurrección, Jesús dice: "No temáis, no tengáis miedo". El miedo no conviene al creyente. Y cuando hay miedo en nosotros es porque, como Herodes, estamos apegados a algo que no queremos perder o dejar ir. Puede ser un objeto material, pero más a menudo es el apego a la imagen que tenemos o queremos dar de nosotros mismos, o pueden ser todos los trocitos de poder que tenemos sobre los demás, así como sobre nuestro propio destino.
Pidamos a Dios saber soltar, llegar a esa pobreza y pureza de corazón que nos hace totalmente libres y nos libera de todos los miedos que podamos tener, ya sea a Dios, ya sea a nuestros hermanos o simplemente a la vida.
Armand Veilleux