31 de marzo de 2024 -- Misa del día de Pascua
Hechos 10:34...43, Col 3:1-4; Juan 20:1-9
Homilía
María Magdalena, la que ungió los pies de Jesús y los besó con ternura, aquella de la que Jesús dijo que dondequiera que se proclamara el Evangelio, se contaría lo que había hecho en memoria de ella - esta misma María es la primera en llegar al sepulcro en la mañana del tercer día. ¿Y qué encuentra? Una tumba vacía. Corre a informar a Simón Pedro y a Juan. Vienen corriendo. Ellos también buscan al Señor. ¿Y qué encuentran? Ellos también encuentran una tumba vacía.
Esta tumba vacía tiene una importancia muy grande en el Nuevo Testamento. No es que sea una prueba de la Resurrección. De hecho, la tumba vacía no prueba nada. Y es porque no prueba nada que constituye el espacio de la fe. Juan, hablando de sí mismo y relatando su llegada al sepulcro, escribe: "Vio y creyó". Lo que creía era muy diferente de lo que veía.
Los discípulos vieron la pasión, la muerte y la sepultura el Viernes Santo. Más tarde vieron a Jesús en las diversas apariciones después de la Resurrección. Pero nadie estaba presente en el momento de la Resurrección. Nadie "vio" esta ocasión trascendental. La Resurrección no es ni puede ser objeto de conocimiento científico. La vida de Jesús, en cambio, es objeto de conocimiento histórico y científico. La tumba vacía es el espacio de la fe.
En la cruz, Jesús dijo en agonía: "Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado? Luego, unos minutos después, dijo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". No hay ninguna conexión lógica entre estas dos palabras. Entre estos dos momentos hay un hiato.
Este hiato, este espacio de fe, esta tumba vacía, la encontramos en la mañana de cada uno de nuestros días. Hay momentos en la vida en los que sentimos con fuerza la presencia de Dios, situaciones en las que se hace visible su intervención en nuestra vida personal, comunitaria o familiar -o incluso eclesial-. Y todos llegamos, algunos días, a callejones sin salida, a caminos bloqueados, a situaciones que no tienen sentido, es decir, a tumbas vacías. Estas situaciones son para nosotros el espacio de la fe.
Debemos entonces seguir creyendo en la presencia de Dios en nuestras vidas, incluso cuando todo parece desmoronarse, incluso cuando ya no sentimos ningún fervor espiritual, incluso cuando nos comportamos de una manera que no nos gustaría, incluso cuando sabemos que somos pecadores. Sólo entonces, dando el salto de fe sobre la tumba vacía de nuestras expectativas humanas, podremos nacer a la verdadera esperanza. La propia Iglesia atraviesa hoy una crisis que, desde el punto de vista humano, parece poner en duda su propia credibilidad. Este sepulcro vacío es el espacio de fe donde sigue resonando la promesa de Cristo de estar con su Iglesia, a pesar de los pecados de sus miembros, hasta el final de los tiempos. El futuro dependerá evidentemente de nuestra fe en Dios, pero también de nuestra fe en el ser humano, en el hombre creado por Dios a su imagen y semejanza.
En la mañana de la Resurrección, Jesús invitó a sus discípulos a reunirse con él en Galilea. Encontrar a Jesús en nuestra Galilea es encontrarlo en nuestra vida cotidiana, incluidas nuestras situaciones de encierro con toda su extrañeza y fugacidad. El encuentro con él en nuestra Galilea presupone que hemos visitado la tumba vacía, que hemos pasado por el espacio vacío de la fe donde hemos enterrado nuestras ambiciones personales. Supone que hemos dejado de caminar según la sabiduría de este mundo para vivir según la locura de las bienaventuranzas. Supone que en algún momento -al menos una vez en nuestra vida- nos hemos lanzado a dar el salto a la otra orilla, dejándolo todo atrás, cortando nuestros puentes y quemando nuestros barcos.
Demos gracias al Señor por habernos dado la fe que nos permite seguir este camino con alegría y confianza.
Armand Veilleux