16 de abril de 2024 -- Martes de la 3ª semana de Pascua

Hechos 7:51-8:1a; Juan 6:30-35

Homilía

          La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles sigue describiendo los comienzos de la Iglesia en Jerusalén. Ayer vimos cómo el diácono Esteban, lleno de la gracia y el poder de Dios, realizaba signos y prodigios, y cómo sus adversarios no eran rivales para la sabiduría divina de la que estaba lleno. Hoy tenemos la descripción de su violenta muerte. Esteban no es sólo el primer mártir de la historia de la Iglesia, sino el modelo por excelencia de constancia y fortaleza en el testimonio supremo hasta la muerte. Entregó su alma a Jesús igual que Jesús había entregado su espíritu al Padre y, en este movimiento supremo de entrega, se le abrieron los ojos e incluso antes de entregar su alma vio la gloria de Dios.

          En el Evangelio de ayer, tomado del capítulo 6 de Juan sobre el Pan de vida, Jesús reprochaba a la multitud que se había reunido con él al otro lado del lago que le siguieran, no porque hubieran visto signos, sino porque habían comido pan hasta saciarse. Hoy, la misma gente le pide una señal, aunque no entendieron la señal de la multiplicación de los panes. Y Jesús les responde que la verdadera señal es el verdadero pan que baja del cielo y que les da el Padre. Este pan verdadero es él mismo.

          Este pan sacia toda hambre y toda sed. Quien venga a Jesús, es decir, quien crea en Él, no volverá a tener hambre ni sed.

          Recibir la Eucaristía es, por tanto, ante todo hacer un acto de fe en Jesús y reconocerle a la vez como nuestro maestro y nuestro alimento. El hecho de que tengamos la gracia de celebrar la Eucaristía todos los días quizá nos acostumbre a este misterio hasta el punto de que ya no siempre percibimos toda su riqueza. No es imposible que nuestra participación en la Eucaristía sea a menudo un simple gesto ritual. Pidamos a Dios que reavive nuestra fe para que cada Eucaristía sea realmente un acto de fe que comprometa toda nuestra existencia.

Armand Veilleux