17 de abril de 2024 -- miércoles de la 3ª semana de Pascua
Homilía
En esta breve sección del gran discurso sobre el Pan de Vida, Jesús afirma dos cosas: La primera es que él mismo es el pan de vida, y que quien acuda a él por la fe -quien crea en él- ya no tendrá hambre ni sed. Jesús sacia todas nuestras hambres y sed, tanto espirituales como físicas.
La segunda es que vino del cielo para hacer la voluntad de su Padre; y que la voluntad de su Padre es que no pierda a ninguno de los que le ha dado. Nuestra fe en él es garantía de resurrección en el último día y de vida eterna.
La primera lectura nos muestra cómo Dios se sirve de las pruebas de su Iglesia para extender la predicación del Evangelio. La primera predicación se limitó, evidentemente, a Jerusalén. Los Apóstoles aún no habían comprendido la llamada a predicar a todas las naciones. Tras la muerte de Esteban y la primera persecución, todos los que habían recibido el mensaje de los Apóstoles se dispersaron por Judea y Samaria. Felipe, uno de los diáconos nombrados por los Apóstoles (¡para servir las mesas!) comienza a predicar en una ciudad de Samaría y su palabra va acompañada de los mismos signos y prodigios que acompañaron la predicación de Jesús. Expulsa a los demonios, cura a los paralíticos y a los cojos.
Como le ocurrió a la Iglesia primitiva, ¿no hemos experimentado a menudo, tanto en nuestra vida personal como en nuestras comunidades, que los momentos de sufrimiento son también momentos de gracia y crecimiento, y que aprendemos más a través del sufrimiento que a través de cualquier estudio? ¿No fue a través del sufrimiento como Cristo aprendió la obediencia, esa forma suprema de amor?
Por último, este breve texto de los Hechos de los Apóstoles nos presenta de nuevo a Saulo de Tarso, todavía feroz perseguidor de cristianos en nombre de la Ley de Israel, y que pronto será quien encarne más que ningún otro en su vida la extensión de la Iglesia a las Naciones.
Armand Veilleux