30 de maio de 2024 -- Jueves de la 8ª semana
Homilía
Jericó era una ciudad importante por la que los Galileos tenían que pasar en su camino hacia Jerusalén, cuando venían por el valle del Jordán. Esta ciudad de palmeras en medio del desierto de Judá era, en el Antiguo Testamento, la puerta de entrada a la Tierra Prometida. Jesús pasó por allí unas cuantas veces, pero nunca se detuvo allí. Los Evangelios no mencionan que haya predicado o realizado algún milagro allí. En el Evangelio de hoy, cuando Jesús hace su ascenso final a Jerusalén, donde será condenado a muerte, pasa una vez más por Jericó, y es al salir de la ciudad cuando se cruza con un mendigo ciego, al que le dicen que es Jesús de Nazaret el que pasa, y que empieza a gritar: "Jesús, hijo de David, ten piedad de mí".
Mientras los que acompañan a Jesús quieren silenciar a este mendigo, Jesús se detiene. Esta palabra es importante. Mientras Jesús se desplaza constantemente para proclamar la buena nueva, y especialmente cuando sube con decisión hacia Jerusalén, lo único que puede detenerle en su camino es el espectáculo de la miseria humana y una llamada a la misericordia. Jesús llama a este ciego que le grita, y le hace la misma pregunta que les hizo a Santiago y a Juan en el Evangelio del domingo pasado: "¿Qué queréis que haga por vosotros? "El evangelista parece querer establecer aquí una comparación entre los discípulos que han sido llamados a seguir a Jesús y que siguen ansiando el poder y la gloria ("haz que nos sentemos, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu gloria") y este pobre mendigo ciego que no desea más que "ver" y que, en cuanto recupere la vista, empezará a seguir a Jesús por el camino que le lleva a Jerusalén y a la Cruz, aunque Jesús le haya dicho que se vaya: "Ve, tu fe te ha salvado".
Este relato de curación no tiene las características habituales de los "milagros" o "signos" realizados por Jesús. Más bien, toda la historia hace hincapié en la fe como base para seguir a Jesús. En cuanto es llevado ante Jesús, el ciego ya no le llama " Hijo de David ", sino que le da el título de " maestro ", con el mismo toque de intimidad que María Magdalena en la mañana de la resurrección: " rabbouni ".
Muchas veces hemos rezado, ya sea en nuestros momentos de oración íntima o en la liturgia, la misma oración que este ciego, "Hijo de Dios, ten piedad de mí", con quizás el mismo sentido de distancia que parece implicar el uso de este título mesiánico. Entonces Jesús se detuvo cada vez y nos habló. Nuestra oración se hizo entonces más íntima y pudimos, como Bartimeo y como María de Magdala, llamarle más íntimamente Rabbouni, "mi maestro". Nos queda tener el valor de seguirle hasta el final por el camino que nos ha trazado y por el que nos sigue guiando.
Armand Veilleux