Fiesta del Sagrado Corazón, 7 de junio de 2024
Oseas 11:1...9; Efesios 3:8...19; Juan 19:31-37
Homilía
El corazón se concibe en todas las culturas como el lugar donde residen los sentimientos, la afectividad y el amor. Por eso, a partir de la Edad Media, místicos como Gertrudis de Hefta, Catalina de Siena, Matilda, Margarita Alacoque, Juan Eudes, desarrollaron una devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que no es una devoción a un órgano físico, sino al amor divino vivido por Dios hecho hombre. Si esta devoción pudo expresarse en ciertas épocas de manera más romántica y sentimental, como lo demuestra una vasta colección de imágenes piadosas de gusto más bien dudoso, es esencialmente, en su primera intuición, sólo la contemplación del amor de Dios por nosotros, encarnado en Jesús de Nazaret. Y el relato evangélico que acabamos de leer nos muestra hasta dónde llegó este amor.
La muerte en la cruz era un castigo muy cruel. El condenado moría por asfixia cuando ya no podía mantenerse en pie y liberar ligeramente la presión del peso de su cuerpo sobre los brazos y el pecho. La respiración se hacía cada vez más difícil y dolorosa y el condenado dejaba lentamente de respirar. Esta agonía podía durar varios días. Por eso, si por alguna razón -por ejemplo, la proximidad del sábado- se quería acelerar la muerte del condenado, se le rompían las piernas.
Pero Jesús no murió de esta manera. No dejó de respirar lentamente. En cambio, entregó su aliento -su espíritu- a su Padre, libremente, con un fuerte grito. Y por eso no fue necesario romperle las piernas. Pero le atravesaron el costado con una lanza y de su corazón brotó agua y sangre.
Fuimos todos nosotros, los humanos, los que abrimos el corazón de Jesús después de su muerte con la lanza del centurión romano. Luego fuimos rociados con agua y bautizados en la sangre que salió de ese corazón alanceado.
Pocos días después de la Resurrección, Jesús nos invitó a todos, en la persona de Tomás, a entrar en su corazón metiendo la mano en su costado abierto. Lo que descubrimos entonces en ese corazón abierto fue el amor: un amor lo suficientemente fuerte como para dar su vida por los que amaba; un amor, nos dice Pablo, "que supera todo entendimiento". Entonces, para usar otra de las expresiones de Pablo, podemos (a través de esta herida abierta en el costado de Jesús) "entrar en la plenitud de Dios."
Al mismo tiempo que entramos en su corazón, si nos instalamos en Él, si echamos raíces y hacemos de Él nuestra casa, como nos pide, Cristo mismo, a su vez, "hace su morada" en nuestros corazones.
Quizás nos sentimos indignos de esta relación de amor. Leamos entonces el hermoso texto de Oseas que tuvimos como primera lectura. Es una de las expresiones más bellas de toda la Biblia sobre la ternura de Dios. Ahora bien, esta ternura se expresa precisamente con respecto al pueblo infiel, comparado con una esposa elegida y adoptada por su marido desde su nacimiento.
El desgarro del costado de Jesús y la herida de su corazón han hecho una abertura en nuestros propios corazones en la que ha podido penetrar el Aliento que È entregó a su Padre en la cruz, de modo que, como dice Pablo, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros propios corazones por el Espíritu, el Aliento de Jesús, que se nos ha dado, y que nos permite decir, como Él y con Él: Abba, Pater.
Que la Eucaristía de esta mañana sea nuestra acción de gracias por tal don.
Armand Veilleux