14 de junio de 2024 - Viernes de la 10ª semana par

1 Reyes 19, 9a.11-16; Mateo 5, 27-32

Homilía

          Elías era un profeta poderoso en palabra y obra. Cuando tuvo la palabra de Dios, no dudó en abatir a los enemigos del Señor. En la primera lectura de la misa de hace unos días, le vimos masacrar con sus propias manos a los 450 sacerdotes de Baal. La reina Jezabel, que protegía a estos profetas de Baal, quería deshacerse de Elías. Así que Elías huyó. Después de unos días caminando por el desierto, estaba agotado y desanimado. No recibió más palabra de Dios. Se encontró débil y temeroso como todos los hombres. Simplemente recibió suficiente comida para continuar su viaje a Horeb. En realidad, en este viaje simbólico, Elías desandó el camino del Éxodo desde el encuentro de Moisés con Yahvé en el mismo monte Horeb.

          ¿Qué ocurre entonces? Primero hay un huracán tan violento que parte las montañas y quiebra las rocas, luego un terremoto, después fuego. Pero Dios no estaba en ninguno de estos signos, que correspondían a lo que Elías había sido hasta entonces. Dios no está en la violencia. Y entonces se produjo «el murmullo de una suave brisa»; y Dios estaba en esa suave brisa. Y Elías entabló un diálogo con Dios: y fue transformado por este encuentro.

          Cuando Dios le pregunta: «¿Qué haces aquí, Elías?», él proclama su celoso ardor por el Señor, afirmando ser el único profeta que ha permanecido fiel. Dios ni siquiera responde a esta arrogante afirmación. Simplemente envía a Elías de vuelta a su misión con el pueblo. Pero esta misión durará poco tiempo, pues ya está llamado a consagrar a su sucesor, Eliseo.

          Es fácil ver en esta historia una descripción de cualquier auténtico viaje espiritual. Un paso de la violencia a la ternura, de la confianza en uno mismo al miedo y la humildad, y al descubrimiento gradual de la primacía de la misión sobre quien está al servicio de esa misión y sobre quien está llamado a desaparecer para dejar sitio a otro. La misma enseñanza que daría más tarde Juan el Bautista.

          Todos estamos llamados a partir de nuevo hacia el Horeb, el monte del Señor, lejos de todos los vientos violentos y terremotos que agitan nuestros corazones, para encontrarnos con Dios en el susurro de una suave brisa y oír repetir allí nuestro nombre y nuestra misión, una misión que es más grande que nosotros mismos y de la que no somos más que los humildes y fugaces servidores.

Armand Veilleux